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Las zapatillas siguen debajo del radiador, arrambladas en la esquina del dormitorio. Los niños vaciaron la caja y utilizaron unas tijeras del cole para hacer ... doce agujeritos en la tapadera. «Son sus ventanas». Dentro hay treinta y ocho gusanos de seda. Los contamos el día que llegaron, hace tres semanas y media. Me los dio Pepe, el fotógrafo, mientras hacíamos una entrevista en el viejo botellódromo. Los traía en una caja de galletas Mini Oreo, apelotonados unos sobre otros entre un puñado de hojas. Creo que por eso los niños se pusieron tan contentos cuando llegué a casa, porque creyeron que venía con merienda. Luego la alegría se cambió por el asombro.
El tiempo se entiende mejor con una caja de gusanos de seda. Cada vez que abro la tapa me siento como Matthew McConaughey en 'Interstellar', testigo del cosmos en movimiento. Es un parpadeo: un día humano equivale a varios años de gusano. Un lunes miras la caja y los gusanos son bebés tímidos que no saben ni jugar. El miércoles son enormes y comen a ritmo de la máquina de escribir de Leroy Anderson. El sábado te observan y te desafían y te advierten que ellos son los que mandan. Y, de repente, un domingo están cubiertos por una fina capa de hilo. El capullo es el ataúd más hermoso del cementerio.
Con esa urgencia por vivir, tan a contrapié de la de nuestra, el alimento es mucho más que una necesidad. Antes de acoger gusanos de seda, averigüe si hay moreras cerca del barrio. Es fundamental porque los bichitos devoran como limas sus grandes hojas verdes. El árbol es el Morus Alba y no es tan fácil de identificar como parece. Para evitar confusiones –les aseguro que los gusanos de seda son unos sibaritas que no están dispuestos a rebajarse por una lechuga del súper–, observe la rama y busque semillas: si ve unas bolitas oscuras pegadas a las hojas, bingo.
En estas semanas, hemos recorrido el centro de la ciudad en busca de alimento, como los aldeanos del 'Age of Empire 2' o de 'Los colonos de Catán'. No ha sido fácil. Si hubiéramos encontrado un lugar –una casilla– donde intercambiar madera, piedra o cordero por un poquito de morera, lo habríamos hecho sin miramientos. Al final, hallamos dos vetas. La primera, entre Alhamar y Nueva de San Antón, calles entrañables (Martín Bohórquez, Conde Cifuentes, Marqués de los Vélez) con varias moreras imponentes. De hecho, son tan imponentes que las hojas están demasiado arriba. Tuve que subir a cucurumbillos a mi hija para llevarnos algo. El segundo caladero está entre la Biblioteca de Andalucía y el Aulario de Derecho, en el Parque Sor Cristina de Arteaga. Allí hay varias moreras accesibles que nos han salvado la vida.
Cuando los niños le contaron a la abuela lo de los gusanos, mi madre recordó aquella vez que nos trajo a nosotros. Dejamos la caja en una estantería y los cabritos lograron escabullirse de una manera que todavía no sabemos explicar. El caso es que los capullos aparecieron entre libros y tebeos. Unas risas. La abuela les explicó que Granada, hace muchos, muchos años, era el Reino de la Seda y que venía gente de todos los lugares del mundo para comprarla en el Albaicín. «¿Y cómo se consigue la seda?», preguntaron los zagales. Bueno, tuvimos que buscar un vídeo en Youtube.
Qué bonito imaginar esa Granada de seda. Aquellos niños de la dinastía nazarí que criaban sus pequeños gusanos para imitar a los padres. Casi se puede ver el larguísimo hilo de colores que una vez fue industria y hoy es anécdota. Un hilo que une a Boabdil, a la abuela, a los hijos y a los nietos en una misma ráfaga de parpadeos, como si un ser enorme e indescifrable abriera y cerrara una caja de cartón para intentar comprender qué es el tiempo.
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