«Estaba con la fregona, a punto de rendirme, y entró un tío con las botas muy grandes. Miré y era el rey»
José Pedraza | Cocinero y copropietario Ruta del Veleta ·
«Un día me dijo mi hermano: 'Pepe, déjate de cremas de afeitar que la caja no suena'. Aparqué la cocina de los aires y volví al soufflé a mano»El padre de José Pedraza tenía una huerta en la avenida de Cervantes y por las noches alimentaba a los ratones de la estación experimental ... del Zaidín. Le decían 'Caracol' y a Pepe se le quedó 'Caracolillo'. Un buen sobrenombre para un cantaor flamenco; incluso, para un torero –lo intentó, pero corría más que la becerra–. Cuando tenía 13 años, el cura don Pedro Manjón llamó a su padre: «Mira, el niño va a ser una eminencia, pero el niño no vale para esto». Dejó el Ave María de la Quinta y se puso a trabajar. Todas las mañanas salía desde de Huétor Vega y andaba hasta el mesón de la plaza Gamboa, de don Cristóbal Ubago García. Pepe Pedraza enerva nombres y cifras en pesetas que, si no son verdad, resultan creíbles. Porque lo que menos importa cuando habla es que todo lo que cuenta sea cierto –en esta entrevista de cinco horas no quedó claro si llegó a comprar a Miguel Indurain la bicicleta–. En aquella época, dentro de las bodegas había tenderetes donde vendían bocadillos y en los bares se hacían dos agujeros al corcho para beber el vino al caliche con una cañilla. Un buen día se cansó de fregar vasos y decidió que sería cocinero. Marbella, Ibiza, Canarias… Con los directores de los hoteles en las islas venía a los pueblos andaluces para ofrecer trabajo a los paisanos que estaban a dos velas. Allí se hizo un nombre y hasta a Abel Matute Torres le dijo un día que le hablara en español: «Yo manejo el ibicenco, pero no quiero». Se casó con otra emigrante –de La Puebla de Cazalla (Sevilla)– y cuando nació su hijo Marcos –otro gran cocinero– regresó a Granada y montó, junto a su inseparable hermano Miguel –de los dos, el que menos habla– la Ruta del Veleta. No tiene la estrella Michelin –ni falta que le hace– y el único galardón que le gustaría recibir es la Medalla del Trabajo. Un zagalillo que dormía en un cuarto con melones colgados de las vigas y papas debajo de la cama. Que cuando regresaba de Huétor soplaba en la acequia para apartar los mosquitos y beber agua. Pepe tiene 74 años y sus compañeros le dicen el 'Maestro'. Aunque algún que otro amigo aún le llame 'Caracolillo'.
–¿Cómo era aquella Granada que recorría andando?
–En la avenida de Cervantes estaba el cortijo de los Rodríguez Acosta. La casita árabe era la portería de los Montoro y allí estaba Pepa. Cuando llegaba el rolls royce amarillo abría la puerta. En el carmen, en una torreta que era como un mirador, mi hermano el mayor cargaba las escopetas a don Manuel y, por la tarde, cuando venían los pájaros al cambiar el tiempo, se subía a pegar tiros.
–Lo sueltan con 13 años en un mesón. ¿Qué hacía?
–En San Matías había un restaurante con cinco comedores y una fábrica de espejos, y, por detrás, la pensión Margarita. Por allí entrabas al cine Regio. Cuando venía Manolita Chen todos gritaban «qué guapa». A las tres de la mañana volvía andando hasta Huétor. Y a las ocho, mi madre me ponía la chaquetilla en el brazo y otra vez a hacer el camino, con la mano morada de frío. Hasta que un día dije que ya no fregaba más vasos, que quería ser cocinero. El maestro Calvente me dijo que yo no podía con la espuerta del carbón [se ríe]. ¡Con 13 años yo cogía un saco de 50 kilos de papas! Pero un día me cabreé y me volví andando a mi casa. Cuando llegué a la Quinta, me vio mi madre. «Hijo, no te vengas, que con lo que tú ganas compramos la arenilla para los marranos». Le dije: «Ya no vas a trabajar más». Regresé al restaurante y me preguntó el maestro dónde estaba. «Yo, el 'Caracol', tengo que ser mejor cocinero que tú». Pensó que se me había ido la cabeza.
–Cocinero por un arrebato...
–Me fui a la Alcaicería, al hotel Washington, al Zeluan en San Juan de Dios a hacer bocadillos; pero de la calle San Juan de Dios hasta Huétor había más kilómetros. Me fui con un amigo al Hotel Atalaya Park, en San Pedro de Alcántara, a pedir trabajo pero no me cogieron. «A ti no porque eres muy chico». Se me cayó la moral. A las cinco de la mañana empezaba a fregar la cocina y la freidora. Llegó el encargado y preguntó quién había hecho eso. «Ven aquí, niño». Y me puso a tornear patatas. Era una máquina. Me dieron tres mil 'calas'. Me preguntó mi padre dónde había cogido tanto dinero. «Ya lo puedes llevar de vuelta». Hasta que lo convencí de que aquellos billetes de cinco duros eran míos.
–Y se queda en Marbella...
–Un año y pico. De la Costa del Sol me fui a Mallorca y, allí, el único que se colocó fui yo. Sacaba por las noches los pollos debajo del brazo para los que estaban en la pensión. El director me sorprendió un día y le dije: «Deje usted el pollo, hombre, que tengo cinco amigos sin comer, ¿no le da fatiga?». Iban a hacer un hotel en Ibiza y me fui en un barco, era el año 66. Pero, cuando llegué, el hotel estaba en los cimientos y estuve de albañil seis meses. En ese hotel fui jefe de partida, segundo, jefe de cocina dos años… Pero me fui a Melilla.
–¿Qué se le perdió en Melilla?
–Me llamaron para el servicio militar. Hacía magdalenas a la mujer del capitán general y le contaba que era pobre. Un día vino un tío con un jeep, me metió en un barco y me soltó en Málaga. «¿He hecho algo?». «Tiene usted la verde [la cartilla]». Así me libré de la mili.
–En la emigración se ganaba entonces dinero...
–En el Hotel Haway, en San Antonio, ganaba 16.500 pesetas al mes. Y al final de temporada me daban dos mil pesetas por mes echado para que no me fuera.
–¿Y la gastronomía de entonces?
–¡Esa tortilla del Sacromonte! Ya no sabe la gente hacerla. Iba con otro chaval con dos hornillones de carbón encendidos desde la Alcaicería hasta la Chumbera. La auténtica lleva sesos, riñones y criadillas. Todo limpio, cocido y frito. Si eras rico hacías una romana. Tres huevos, chis, chis, chis... La tortilla tiene que hacer este sonido [lo recrea con un dedo en la boca]. Luego se hace un tomate concassé y se coloca una rodaja de chorizo. Igual que unas habas con jamón. ¿Quién las hace hoy?
–Tampoco parece que tengan mucha ciencia.
–Solo puedes freírlas con aceite de girasol cinco minutos y fuera. Y luego asustarlas con dos gotas de agua. Pero ahora abres la lata y tienes habas. Yo inventé sesos con angulas en manteca negra.
–¿Cómo aprendía un cocinero cuando no había Internet?
–Cuando el maestro freía pescado te acercabas para aprender. Te echaba así [gesticula que salpica aceite]: «¡Niño, que me vas a quitar el puesto!». Tienes que ser vivo.
–¿Nunca has ido a una escuela de hostelería?
–¡He ido a dar clases! [Ríe]. Me llamaron de Sevilla, fui a un despacho de la universidad y me dijeron que estaba acreditado como si fuera un catedrático. Los niños tienen ahora unos carrerones, pero les falta hambre. Antes sabíamos mucho porque pasábamos mucha fatiga. Y aprendíamos de los viejos. «Pepe, toma 2,50 y vete a Huétor a comprar un caldo de gallina», que eran cigarros.
–¿Y no se arrepiente de haber salido tan pronto de la escuela?
–Cuando llegábamos al Ave María nos preguntaba la maestra qué habíamos comido. ¡Llevábamos unos colores! Nos bañaba mi hermana en la acequia a las ocho de la mañana. Lo que aprendí no se me ha olvidado. En la Quinta había un mapa gigante y tenía representados los ríos, por los que pasaba hasta el agua que llegaba de Monachil, las cordilleras… «¡'Caracolillo', a Baleares!». No me gustaba porque no podía saltar de Mallorca a Menorca porque tenía el pie muy chico y caía al agua. «El Miño nace en la fuente Miña, provincia de Lugo…». Todo lo recitabas mientras andabas por el río. Y para estudiar los astros, había una fuente con unas bolas de hierro y madera. Urano, Mercurio… Para alcanzarlas me subía a cuestas de otro.
–Eso era el saber enciclopédico. No había ordenadores.
–Un día explicaba la salsa mornay, que lleva una yema, una mantequilla clarificada y montada a pulso. Había allí un cocinero y saltó: «Te has equivocado». Busca en el ordenador y dice: «Hay que echarle vino blanco». Le respondí: «Eso será en el ordenador ese, en el mío no» [se señala la cabeza].
–¿Qué se comía en aquellos restaurantes de Granada?
–Los Leones tenía la mejor merluza, que la limpiaba la madre de don Luis, el del bigote, y hacía unas criadillas fantásticas. El Jandilla tenía la mejor ensaladilla y unas bandejas de pescadillas romana. ¡Esas ensaladas de huevas en aceite y vinagre! Luego salió una marisquería en Paños Ramos, de don Mariano Méndez: Los Mariscos. ¡Qué maravilla! El Gila fue de la nueva ola. Decíamos ¡una Saint-Germain! Y no sabíamos qué era Saint-Germain. Cuando llegué a marbella decían «una Saint-Germain gratinada». A la tortilla de guisantes francesa se le hacía una holandesa con mantequilla y yema, se napaba y se quemaba a grill. Eso no lo sabe ni el Bully.
–¿Cómo fue su contacto con el rey Juan Carlos?
–Llegó a Ibiza siendo príncipe. Yo estaba en un hotel inferior, vino un tío y me dijo: «¿Es usted el señor Pedraza? Tiene que ir al hotel Palmira, y vaya uniformado». Yo tenía un R8-TS. En Granada lo tenían Poncho de Los Ángeles, Zapata el sastre, don Manuel Jiménez Blanco, el padre del Yiyo… ¿No iba a tener un R8-TS? Lo compré a plazos. Llegué al hotel en mi coche. Leí el menú, me puse un delantal y pedí ocho o diez latas de habas vacías. Mandé llenarlas de sal y de alcohol y las envolví en papel de plata. Las puse en las bandejas, apague los diferenciales y salieron los camareros con las bandejas de pescado y con la lumbre. Dijo el de la Casa Real: «¿Quién ha hecho esto?». Con los billetes que gana un tío hoy, si llego a coger esta época soy multimillonario.
–Lo que llaman un emprendedor.
–Llegamos aquí, a La Ruta, dos hermanos. Esto era una casilla chica. Mi hermano ya era camarero, luego sumiller, hablaba inglés… Hacíamos los cursos con discos que nos mandaban de Inglaterra.
–¿Por qué empieza a funcionar?
–Hacía carnes a la brasa y papas arrugadas con mojo canario. Conocía a don Fernando Escobar, un catedrático, y sabía que en el Clínico había muchos canarios. Cobrábamos diez pesetas y todos los médicos estaban aquí. Pero si ponía morcilla la hacía cocida, le daba alcohol y le prendía fuego. Hemos trabajado día y noche, nos han pegado... Esta zona no era buena. Llegó un tío y me sacó de la cocina con una pistola. «Pepe, dame un jamón». Pegó dos tiros y toda la gente en el suelo. Llegó otro día el 'gachó'. Tenía la barra llena de copas, sacó una navaja: «Pepe, dame un jamón que me voy a comer al río». Le pegó con la navaja a los jamones y cayeron sobre la barra; todas las copas acabaron rotas.
–Pero nunca se han ido a Granada capital.
–Y, ¿qué hago con esto? Cuando regresé a Granada, conocía a Paco el del Kenia [hotel en el Realejo] y fui a comprarle el hotel. Mi idea era convertirlo en un restaurante de lujo con un aparcamiento debajo. 80 millones me pidió Paco. Le dije a mi hermano, cinco o seis años en Ibiza y esto es nuestro.
–Y empieza a aparecer gente conocida por la Ruta del Veleta...
–Era el año 82, estaba cansado, a punto de rendirme, y le dije a mi hermano que nos fuésemos de aquí y buscásemos otra cosa. Estaba con una fregona, miré al suelo y había entrado alguien: «¿Dónde 'polla' va este tío con las botas tan grandes?». Miré para arriba y era el rey. «¡Miguel, Miguel!», llamé a mi hermano. Y el rey detrás mía para cogerme por el pescuezo. Preguntó qué habíamos comido nosotros ese día. Lentejas. Y se las llevó en una olla. Me hizo la cabeza 'pum, pum, pum' y dije: «Ahora sí, Miguel, vamos a ser los números uno». Antes vino Felipe González. Era un comedor chico, apagué las luces y saqué unas bengalas con los postres. A Felipe González le hizo mucha gracia y lo comentó en Madrid.
–Le hacía gracia que le hablara con tanta espontaneidad...
–Le dimos una cena pequeña en la cueva de Curro, no lo sabe nadie. Venía a la boda de los Duques de Wellington (2016). Me dijo don Jerónimo [Páez] que le llevara algo. Yo iba con mi gorro y vi llegar un Bentley [coche de lujo]. Se apeó el rey: «¿Qué haces aquí?». «Señor, donde usted vaya, ahí voy yo». Recuerdo otro día que también llegó Curro [Albaicín]. Se echó colonia de Loewe y entró peinado y con el bastón. «El 'polla' este de Pepe, con la comida que da. Yo te hago un puchero con peras». El rey se levantó y le dio un beso y un abrazo. Y otra tarde que le dijo a la infanta Elena: «Entre la gente». Se levantó, se metió en una furgoneta y se fue al Patio de los Leones. Se paseó y no la conocieron. En la Expo de Sevilla nos dijeron que teníamos que cocinar unas perdices porque venía el rey. Estuvimos 15 días en el Pabellón de Andalucía. Estaba un catedrático que se llama Enrique Berbel. ¡Estábamos hechos polvo! Fui por la mañana a la oficina de Enrique a decirle que nos íbamos; me dio un sobre. Había un millón de pesetas. «Don Enrique, se ha equivocado». Me miró, cogió el sobre, lo apretó con el puño: «Toma, que te tengo que dar el doble y no puedo dártelo». Me dio un abrazo y lloró el viejo.
–¿Y lo de ser torero?
–Por Ricardo Puga 'el Cateto', que era el novio de Mari Carmen la de los 'Muñecos'. Me juntaba con ellos en la Quinta. Allí estaba el tiro de los soldados y subían los niños a torear. Guardaba los toros el general Pelayo. Había una acequia que trajo el agua de los Cahorros a don Manuel Rodríguez Acosta para el Carmen y para doña María Berri. Pero soltaban una becerra y todos salíamos corriendo [ríe]. Fui futbolista, pero quería ser portero y me metían todos los goles.
–¿Y la cocina moderna?
–Yo hacía muchos platos modernos y me dijo mi hermano: «Pepe, déjate de cremas de afeitar que la caja no suena». [Ríe]. Dejé la cocina de las espumas y los aires y volví al soufflé a mano. La gente quiere comer, no quiere espuma.
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