Roberto Iniesta, el músico que hizo del presente un hogar y del arte, una forma de resistencia
Hay muchos que sitúan al músico placentino en el escalafón de los genios: junto a Camaron o Paco de Lucía
Juan Carlos Ramos
Plasencia
Miércoles, 10 de diciembre 2025, 14:05
Roberto Iniesta ha muerto. Y con él se marcha un artista que convirtió una simple pregunta —«Y si no es ahora, ¿cuándo?»— en una ... forma de mirar el mundo. Aquella frase de Jodorowsky, que Robe adoptó como estandarte, fue la columna vertebral de toda su vida: vivir el presente, no cargar con el pasado, actuar hoy para torcer el futuro. En sus canciones lo dejó grabado una y otra vez. «Del pasado nada puedo cambiar, el futuro lo estoy cambiando ya», escribió cuando la voz de Extremoduro comenzaba a apagarse en los estudios pero no en su espíritu.
Esa filosofía lo acompañó desde el primer disco, cuando ya advertía al que escuchaba que preocuparse por el futuro es inútil: cuando no quede, será tarde para entenderlo. Robe levantó toda su obra sobre esa urgencia: crear, avanzar, romper moldes, aunque cada paso costara.
Su historia es también la de una determinación casi obstinada. Desde aquella primera maqueta autofinanciada con papeletas de mil pesetas hasta el disco que el Museo del Prado eligió para poner sonido a sus obras maestras, Robe caminó siempre contra la corriente. En los inicios nadie confiaba demasiado en un chaval de Plasencia, con hábitos dudosos y un hambre creativa que muchos no sabían interpretar. Pero aquel primer disco acabó por inaugurar un género que mezclaba poesía refinada con crudeza, amor con guerra, melodías trabajadas con una intensidad que atrapaba al primer golpe. Así era el Rock Transgresivo.
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Cuando las drogas fueron apartando a los primeros miembros de Extremoduro y el proyecto parecía condenado, Robe volvió a tirar de esa determinación que lo caracterizaba: viajó a Madrid, luego a Cataluña, se rodeó de músicos inexpertos, vivió el desarraigo y la nostalgia. Era del caos lo llamaban. Hubo momentos en los que Extremoduro pudo haber desaparecido para siempre, pero entonces apareció una figura clave: Iñaki 'Uoho' Antón. Primero le buscó músicos, luego lo ayudó a dar forma a una locura llamada Pedrá, después llevó a la cima Agila. Y cuando hizo falta, Robe se mudó a Bilbao para seguir adelante.
Con el tiempo, la banda se convirtió en un pilar del rock nacional. Frente a las críticas, frente a los cambios de estilo, frente a la sequía creativa, Robe siempre buscó nuevos caminos: música progresiva, sinfónica, un libro, otros horizontes. Hasta que dejó Extremoduro en 2013, simplemente porque dejó de divertirse. No fue el dinero —con la banda habría ganado más— sino la necesidad de seguir estimulando su mente.
Encontró esa chispa de nuevo junto a músicos extremeños en su proyecto en solitario. Allí recuperó el trabajo en equipo -si es que alguna vez lo hubo conocido-, la libertad y el placer de crear sin prisa. De esa etapa nacieron algunas de sus obras más cuidadas, como Mayéutica, heredera directa de La ley innata. El tiempo pondrá a ambas, si no lo ha hecho ya, en lo más alto del rock nacional.
Tras la pandemia, su energía parecía infinita: tres giras, dos discos, planes sin descanso. Hasta que la enfermedad se cruzó en su camino, en plena gira. Aun debilitado, siguió adelante, testarudo como siempre, empeñado en cumplir cada fecha comprometida. Lo hizo hasta que un tromboembolismo pulmonar lo obligó a cancelar los dos últimos conciertos de Madrid, en noviembre de 2024, y a centrarse en su recuperación. Aquella renuncia fue, en vida, su gran espina: no poder subirse al Wizink para esos dos conciertos que intuía que podían ser los últimos de su vida.
Su última aparición pública, en mayo de 2025, ofreció una imagen de esperanza. Buena cara, palabras firmes. Pero en los meses siguientes su salud se deterioró hasta el desenlace final. En ese tránsito, los proyectos y las ideas no dejaban de manar en su cabeza, lo que hacía que la despedida fuera aún más cruel.
Hoy, muchos lo sitúan sin discusión en el escalafón de los genios: junto a Camarón o Paco de Lucía. No por exageración, sino porque su obra —fecunda, valiente, siempre en movimiento— lo dice todo. Robe no se repetía: se desafiaba. Ese afán, casi infantil y casi sagrado, fue la gasolina de toda su carrera.
Se marcha el hombre, pero quedan las canciones. Queda el espíritu que gritaba que la mejor canción siempre era la última… Y el puñetero, casi siempre, tenía razón. Y queda, sobre todo, la sensación de que Roberto Iniesta no muere: se queda vibrando, como una nota que no termina de apagarse mientras alguien, en algún lugar, vuelve a darle al play.
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