Los dientes del mar
El surfista Mick Fanning ha tenido suerte de no incorporarse a una estadística poco deseable: los tiburones matan a una media de seis personas al año
carlos benito
Jueves, 23 de julio 2015, 00:22
Mick Fanning vivió el domingo una de esas situaciones que han acabado convirtiéndose en terrores básicos del ser humano. El surfista australiano, tres veces campeón ... del mundo, estaba esperando la ola en la final del J-Bay Open, disputado en Sudáfrica, cuando emergió a su espalda el triángulo aciago: la aleta dorsal de un tiburón, seguida momentos después por la parte superior de su cola. Fanning sintió de pronto cómo algo le tiraba con fuerza del invento, la cuerda que los surfistas llevan sujeta al tobillo, y después recibió un golpetazo en la cara que lo derribó de la tabla. «Solo vi la aleta, no llegué a ver los dientes. Estaba esperando que me mordiese. Le pegué en el lomo», relató después. «Entonces, mi cuerda se rompió y empecé a nadar y a gritar». El surfista salió indemne del encontronazo, sin más secuelas que un arañazo en los nudillos de la mano izquierda seguramente, consecuencia del puñetazo y una expresión de profundo pasmo: todavía le costaba creer que su cuerpo siguiese entero.
¿Qué hacer?
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Caminos que se cruzan
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En caso de ataque de un tiburón, los expertos recomiendan golpearle en la punta del hocico, a ser posible con algún objeto duro. Esto suele hacer que se retire, quizá la distancia y el tiempo suficientes para permitir una huida. «Hacerse el muerto no sirve», indican.
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Víctimas históricas
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Además de Bethany Hamilton, es muy recordado el ataque que sufrió Henri Bource cuando buceaba en Australia, uno de los primeros que fueron filmados. También sobrevivió. Otro caso particularmente espeluznante tuvo como víctimas a los náufragos del USS Indianapolis, hundido por torpedos japoneses en la Segunda Guerra Mundial.
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En España
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No hay muchos ataques registrados un windsurfista perdió un pie en Tarifa en 1986 y un escualo arrancó los dedos del pie a un bañista en Valencia en 1993. Hace tres años, un tripulante de un pesquero vasco fue mordido en el brazo por un marrajo.
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72 ataques de tiburones se registraron en 2014 en todo el mundo, según el ISAF. Provocaron tres víctimas mortales. A lo largo de la última década, ningún año se ha pasado de los 85 casos. La mayor cifra de muertos fue la de 2011, con trece.
La breve lucha entre el hombre y el animal según los cálculos de los expertos, un ejemplar de unos cuatro metros fue registrada por las cámaras de televisión que transmitían el evento, con el suspense añadido de que, en el momento más dramático, se interpuso una ola y dejó a los espectadores con el corazón en vilo, sin saber lo que estaba ocurriendo detrás de ese telón de agua. El hecho de que las imágenes hayan quedado grabadas permite llevar a cabo un curioso experimento psicológico: si las reproducimos junto a la banda sonora de la película Tiburón, con aquellas cuerdas ominosas que tensaban los nervios de los espectadores, casi nos resulta inevitable imaginar los hechos desde la perspectiva del escualo corto de vista, como en la cámara subjetiva de la que tanto partido sacó Steven Spielberg: la sombra de la tabla en la superficie, la espuma alrededor de la pelea, los movimientos histéricos de brazos y piernas... Solo falta, por fortuna, ese momento final en el que el agua se tiñe de sangre.
Tiburón, de cuyo estreno acaban de cumplirse cuarenta años, ha condicionado en gran medida la imagen que tenemos de estos predadores, como si sus bocazas con varias hileras de dientes estuviesen ansiosas de morder carne humana. En realidad, tal como insisten en puntualizar los estudiosos de estos peces, no solemos interesarles como presas y sus víctimas mortales son muy escasas: en la última década, la media se ha situado alrededor de seis al año. El Archivo Internacional de Ataques de Tiburones (ISAF), con sede en la Universidad de Florida, es el centro de referencia en la investigación de estos sucesos. En su informe correspondiente al año pasado, recogen 72 ataques «no provocados» de tiburones a seres humanos, ya que no tienen en cuenta los sucesos en los que fue la persona quien forzó el contacto. La mayor parte el 62% ocurrió en Estados Unidos, incluido Hawái, pero los tres casos de muerte tuvieron como escenario las aguas de Australia (con dos) y Sudáfrica. En dos tercios de los incidentes, las víctimas eran surfistas. El mayor número de muertos en los últimos diez años se registró en 2011, cuando fallecieron trece personas, y la cifra más baja corresponde a 2007, cuando solo se contabilizó un caso.
«La mayoría de los ataques estarían mejor descritos como mordiscos. Son el equivalente a mordiscos de perro», apunta George Burgess, responsable del ISAF. Existen más de 350 especies de tiburón y, aunque siempre pensemos en las brutales dentelladas de un tiburón blanco, un tiburón tigre o un tiburón sarda, muchas variedades se quedan muy lejos de esa capacidad de despedazar cuerpos. A los expertos también les suelen agradar los juegos con las estadísticas: un equipo de la Universidad de Stanford calculó que, en California, un nadador tenía una probabilidad entre 738 millones de acabar entre las fauces de un tiburón blanco. Es mucho más fácil que nos mate un perro o un enjambre de abejas.
Pero también es verdad que el número de ataques no ha dejado de crecer desde principios del siglo XX, aquel tiempo en el que los tiburones todavía no cargaban con su leyenda de amenaza playera. No ha habido década que no concluyese con más sucesos que la anterior, aunque la doble explicación que dan los científicos a esa tendencia es muy simple: por un lado, los registros se han ido volviendo más completos y globales; por otro, cada vez hay más personas chapoteando en el mar. «Si tenemos en cuenta los miles de millones de horas que los seres humanos pasamos en el agua, es asombroso lo poco comunes que son los ataques. Claro que eso no te hace sentirte mejor si eres una de las víctimas», plantea Burgess.
Las dos piernas
En lo que llevamos de año, ya se han registrado al menos cinco encuentros fatales con estos escualos. En mayo, en Nueva Caledonia, un hombre de 50 años falleció tras ser mordido por un tiburón blanco: había alquilado un catamarán con unos amigos y se estaba dando un baño en el mar. En abril, en Hawái, la víctima fue una mujer de 65 años que practicaba snorkel. También en abril, un surfista de 13 años corrió la misma suerte en la isla de Reunión. En marzo, un turista alemán de 52 años sucumbió al ataque de un tiburón en Egipto. Y en febrero, en una playa australiana, un ejemplar de gran tamaño arrancó las dos piernas de un mordisco al surfista japonés Tadashi Nakahara, que murió desangrado.
En Carolina del Norte (Estados Unidos), se ha vivido con enorme tensión una serie de ocho ataques en solo tres semanas. En algunos casos, las lesiones han sido leves un niño de ocho años escapó con pequeñas heridas en el talón y el tobillo, pero, en una sola jornada de mediados de junio, dos sucesos en una misma playa dejaron mutilados a dos adolescentes: una chica de 13 años perdió el antebrazo y, hora y media después, un muchacho de 16 se quedó sin el brazo entero. «El tiburón salió del agua y, con la misma facilidad que tú chasqueas los dedos, le cercenó el brazo de un mordisco», describió un testigo. Es una lesión similar a la que sufrió Bethany Hamilton, la surfista hawaiana a la que un tiburón tigre le arrancó el brazo izquierdo, junto a un buen bocado de tabla. Ocurrió tan rápido que, cuando les contó a gritos lo que acababa de ocurrir, sus amigos creyeron que estaba bromeando. «Miré el agua y estaba muy roja», relató la deportista, que tenía 13 años en el momento del ataque. Tardó solo tres semanas en volver a cazar olas y se ha labrado una carrera de éxitos en el surf profesional.
Claro que, si analizamos la relación entre nuestra especie y los tiburones en términos de guerra, está muy claro cuál de los bandos es más devastador para el otro. Algunas estimaciones cifran en cien millones el número de ejemplares de tiburón que se capturan cada año, y hay países que mantienen la controvertid práctica del aleteo, que consiste en cortar las cuatro aletas, tan cotizadas en el mercado chino, y devolver el cuerpo al mar. La mayoría de las veces, la sangre que tiñe el agua a borbotones es la del propio escualo.
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