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Una imagen de la película ‘The Riot Club’, inspirada en el Bullingdon
Fracs, champán y cabezas de cerdo

Fracs, champán y cabezas de cerdo

El escándalo del ‘Piggate’ sitúa a David Cameron en el grotesco ritual de iniciación de un club de Oxford. Una de estas sociedades se dedica a destrozar los restaurantes donde se reúne. Otra, en cambio, inventó el ‘puenting’

carlos benito

Martes, 29 de septiembre 2015, 02:00

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Ya se sabía que, durante sus años en la Universidad de Oxford, David Cameron había pertenecido al club Bullingdon, la más antigua de las sociedades más o menos clandestinas que sirven a los estudiantes para dar rienda suelta a su sed de alcohol y desmadre. Hasta esta semana, la imagen asociada a aquella etapa del primer ministro británico era una estampa de encopetado pijerío: se trata de una foto de grupo de 1987 en la que Cameron y el alcalde de Londres, Boris Johnson, posaban con el frac azul, el chaleco mostaza y el gesto engreído que distinguen al selecto club. Aquellos cachorros de las clases altas, casi cómicos en su pretensión, ostentaban su condición privilegiada de una manera que no conviene nada a los intereses del político actual, tan preocupado por el riesgo de abrir un abismo entre él y el electorado. Al final, los propietarios de los derechos acabaron retirando la instantánea de la circulación, aunque puede localizarse fácilmente en internet y, en cualquier caso, ha quedado grabada en la memoria de la mayor parte de los británicos.

Pero, esta semana, la imagen mental que resume los tiempos mozos de Cameron se ha renovado: aquella foto de los figurines vestidos de etiqueta no puede competir con el impacto de otra escena más brutal, más ridícula, más inolvidable, aunque solo podamos imaginárnosla. El avance de la nueva biografía de Cameron, Call Me Dave, lo presenta sometiéndose al ritual de iniciación de otro de los clubes oxonienses, la Sociedad Piers Gaveston: un miembro del grupo sostiene una cabeza de cerdo en su regazo mientras Cameron «inserta una parte privada de su anatomía en la boca del animal», por contarlo con la retórica del Daily Mail. Según los autores del libro, la fuente de la historia es un parlamentario que asegura que existe prueba gráfica de aquel contacto íntimo, aunque también han admitido que podría tratarse de «un caso de identificación errónea». Lo han admitido, claro, cuando todo el mundo ya había visualizado al jefe del Ejecutivo en plena faena marrana.

La historia puede ser pura invención, pero encaja en las pintorescas costumbres de las sociedades estudiantiles de Oxford, unos colectivos cuyo principal objetivo parece consistir en traspasar las fronteras de lo bien visto con la fortuna familiar como coartada. Los llaman drinking clubs o dining clubs, según se ponga el énfasis en la bebida o en la cena completa, y el Bullingdon es el referente clásico al que muchos imitaron y del que muchos prefieren hoy distanciarse. Se fundó en la segunda mitad del siglo XVIII, posiblemente alrededor de 1780, y entre sus miembros históricos aparecen varios miembros de la realeza: dos monarcas del Reino Unido, Eduardo VII y Eduardo VIII, y también un soberano de Dinamarca, otro de Siam y príncipes de Rusia, Albania y Yugoslavia. El club ha recobrado la vigencia en los últimos años porque a él pertenecieron David Cameron, Boris Johnson y el número dos del Gobierno británico, George Osborne, así que la oposición no pierde ninguna oportunidad de recordarles su pasado de hooligans aristocráticos, como se ha descrito a los miembros del Bullingdon. Estos días, muchos argumentan que lo de la casquería sexual es una simple anécdota: lo verdaderamente grave, como síntoma de un vicio estructural, es que tres de los cargos más importantes del país los ocupen unos camaradas que siempre han jugado con ventaja.

El club nació con un propósito deportivo, pero el cricket, los caballos y la caza acabaron cediendo el protagonismo a los excesos y la destrucción. El rasgo distintivo del Buller, como lo llaman en plan familiar, son las cenas en las que se consumen los manjares más exquisitos, se vacían las botellas más caras y, a continuación, se desencadena un caos en el que los educados comensales destrozan todo lo que tienen a su alcance. Es mítica la fecha del 12 de mayo de 1864, cuando la Universidad cometió el error de ceder una sala para una velada del Bullingdon: a continuación, los miembros del club rompieron las 468 ventanas y todas las puertas del venerable edificio. Repitieron la operación décadas después, en 1927, y como consecuencia tienen prohibido reunirse en un radio de 24 kilómetros alrededor de Oxford. Ahora recurren a restaurantes donde reservan mesa con identidades falsas, porque ningún establecimiento estaría dispuesto a servirles si se supiera de antemano quiénes son. En 2005, con un honorable sobrino de Diana de Gales como anfitrión y gamberro jefe, destrozaron 17 botellas de vino y «todas las piezas de la vajilla» en un pub, por poner uno de los muchos ejemplos de su pasión por los añicos.

«Saltaban unos encima de otros, sobre las mesas, como niños en el recreo. Después se deshicieron en disculpas», relató el atónito hostelero. Porque, cuando el comedor parece ya el escenario posterior a un bombardeo, llega la segunda parte del show: con afectados modales de clase alta, los miembros del Bullingdon sacan un fajo de billetes y pagan los desperfectos, aunque eso no les ha librado de un nutrido historial de arrestos. Sería muy difícil ingresar en el club sin ser extremadamente rico: primero, porque los propios miembros se encargan de la selección, con un ritual de admisión que consiste en devastar a conciencia el dormitorio del novato, pero también porque el frac hay que encargarlo a Ede & Ravenscroft, casa londinense fundada en 1689 que cobra casi 5.000 euros por la prenda. Y, por supuesto, tienen que hacer frente a las facturas por daños y perjuicios, que en alguna ocasión reciente han superado los 13.000 euros. El Bullingdon es un emblema un poco sonrojante de las élites del Reino Unido, en el que las prerrogativas de la alta cuna entablan una explosiva alianza con la jactancia de la juventud. Cuentan que a George Osborne le llamaban patán por no haber pasado por Eton. Y la prensa ha publicado que, entre las últimas generaciones, se estila un ritual de iniciación particularmente repulsivo: quemar un billete de cincuenta libras delante de un mendigo.

El Bullingdon es el patriarca de los clubes estudiantiles de Oxford, pero en los años 70 y 80 hubo un periodo de efervescencia: los estudiantes querían imitar a ciertos referentes del pasado elegantes, disolutos, excéntricos, para distinguirse del entorno socioeconómico y aproximarse a modelos como Retorno a Brideshead. La Sociedad Piers Gaveston, la de la supuesta cabeza de cerdo, surgió en 1977, tan exclusiva que se marcó un límite de doce miembros, y por ella han pasado ilustres como Hugh Grant o Tom Parker Bowles, hijo de Camilla. El nombre le viene de un personaje histórico el gascón Piers Gaveston, favorito del rey Eduardo II y, según muchos estudiosos, también su amante y su gran especialidad son las fiestas decadentes en lugares apartados. La leyenda las identifica con orgías en las que abundan el travestismo y el porno en vivo, y algún periódico ha publicado testimonios sobre «supermercados de drogas» que abastecen a los invitados, pero esta semana el periodista Thom Phipps confesaba en The Guardian su decepción cuando logró acudir a una: «No había fuente de champán, no había ceremonias de iniciación, no había orgías masónicas y, ciertamente, no había ritual prcino. Era como Glastonbury con peor música». Uno de los fundadores de la sociedad, Valentine Guinness resulta fácil adivinar cuál es el negocio de la familia, ha asegurado que el primer ministro jamás se contó entre sus miembros.

Autobús sobre esquíes

En medio de la interminable nómina de sociedades oxonienses los Estoicos, los Asesinos... hay otra de mención obligatoria. El Club de los Deportes Peligrosos empezó a funcionar a finales de los 70 con una fórmula en la que primaban las ganas de hacer el cabra al aire libre, sin que faltasen el champán, las chisteras ni, por supuesto, el dinero. Han pasado a la historia porque, como sibaritas de la adrenalina que eran, acabaron inventando el puenting, con un primer salto desde el puente colgante de Clifton, en Bristol. En cambio, no ha habido continuadores para otras de sus iniciativas, como la de colarse con monopatín en los encierros de los sanfermines. Uno de sus hitos fue el esquí surrealista, que consistía en montar objetos diversos sobre las tablas y echarlos abajo por una ladera de St. Moritz, hasta que se estampaban contra algún obstáculo: así hicieron polvo un piano de cola y una barca, pero no les permitieron intentarlo con el autobús inglés de dos pisos que habían llevado hasta los Alpes suizos. En 2002, una ramificación del club admitió voluntarios para ser proyectados por una colosal catapulta: los cinco primeros lanzamientos salieron bien, pero en el sexto se mató un estudiante búlgaro de 19 años.

El año pasado, la revista Tatler censó 48 drinking clubs en Oxford, aunque la mayoría parecen limitar sus actividades a trasegar cantidades ilógicas de alcohol. El vetusto Bullingdon atraviesa sus horas más bajas, reducido al ridículo por la obra de teatro Posh y la película basada en ella, The Riot Club, con sus niñatos asqueados por los pobres. Parece claro que David Cameron y Boris Johnson, si pudiesen, borrarían ahora mismo de su pasado aquel periodo en el que fueron petimetres de frac azul. «Cuando somos jóvenes, hacemos cosas de las que después nos arrepentimos profundamente», admitió el primer ministro hace seis años, en una frase que podría reutilizar esta semana. El alcalde de Londres se extiende más al recordar la experiencia: «Es una estampa vergonzosa de la arrogancia, el pijerío y la imbecilidad casi sobrehumanas de unos estudiantes», ha dicho, con esa riqueza de expresión de los que han pasado por Oxford.

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