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Los casos de sir Arthur
Cultura-Granada

Los casos de sir Arthur

Peter Costello analiza en un libro la importante y en su época reconocida labor como detective de Arthur Conan Doyle, el padre del legendario personaje Sherlock Holmes

PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA

Jueves, 31 de julio 2008, 04:45

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Con su bigote de húsar y su mirada acerada, sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, era una mezcla entre un 'gentleman' inglés de finales del XIX y un paladín medieval: un tipo recto y enérgico que entendía la vida de una manera caballeresca y deportiva; es decir, en términos de desafío, esfuerzo, honor y victoria. A Conan Doyle le bastaba con estrechar la mano de un desconocido para evaluar su temperamento. Era intuitivo y contundente, directo y altivo. Odiaba la injusticia y su código de comportamiento le impedía negarse a ayudar a quien se lo solicitase, especialmente si se trataba de una mujer. Cierta bravuconería de índole casi atlética le hacía dudar de que hubiese un asunto sobre el que su inteligencia no pudiese arrojar algo de luz.

Tras la publicación de los primeros libros de Sherlock Holmes, Conan Doyle se convirtió en el escritor más famoso de Inglaterra. Su mérito residía en haber creado un personaje inmortal, un arquetipo: el detective moderno, científico, al tiempo cerebral, implacable y complicado. Como suele ocurrir, muchos lectores confundieron al personaje con su autor y muy pronto Conan Doyle comenzó a ser requerido para colaborar en la resolución de casos criminales. Al fin y al cabo, él era el inventor del infalible método detectivesco de Holmes: todo un sistema deductivo que, al menos sobre el papel, servía para desentrañar los misterios más complejos que se pudieran imaginar.

Gracias a 'Arthur & George', la espléndida novela de Julian Barnes, muchos hemos tenido noticia de este otro Conan Doyle, el detective aficionado que investigaba por su cuenta asuntos que ocupaban las páginas de sucesos de su época. En el libro de Barnes se detallaba el increíble caso de George Edalji, un timorato abogado de origen hindú que fue acusado de una serie de misteriosas mutilaciones a animales que se dieron en 1903 en el pequeño pueblo de Great Wyrley. Edalji solicitó por carta la ayuda del escritor y éste no dudó en entrar en escena con la sutileza de un huracán. «A medida que iba leyendo», escribió años después Conan Doyle recordando el momento en que recibió la petición del abogado, «el inconfundible aroma de la verdad me llamó poderosamente la atención y caí en la cuenta de las dimensiones de aquella espantosa tragedia y de que tenía que hacer cuanto estuviera en mi mano para poner las cosas en su sitio».

Conan Doyle se citó con Edalji en un hotel de Charing Cross. El escritor llegó tarde y, nada más entrar, reconoció al pequeño hombre de tez oscura. Edalji estaba leyendo un periódico y se lo acercaba demasiado a los ojos. Ocurrió como en una novela de Holmes; Conan Doyle saludó al abogado y le preguntó si padecía astigmatismo. En realidad Edalji tenía una vista muy deficiente y ninguna de las lentes de la época podían corregir su visión. Era evidente que aquel hombre no podía mutilar a un animal en la oscuridad: no veía lo suficiente. En un minuto Conan Doyle llegó a una conclusión en la que el abogado de Edalji no había reparado

Si Holmes era un maestro del razonamiento lógico, Conan Doyle era un buen aficionado. Quienes quieran conocer más sobre esa otra vida del escritor inglés pueden acercarse a 'Conan Doyle, detective' un trabajo del irlandés Peter Costello que Alba publica en su estupenda colección 'Alba oscura' destinada a la investigación y la divulgación de temas relacionados con la Criminología.

Historias novelescas

«En la investigación, soy la instancia definitiva, el tribunal supremo al que apelar. Cuando Gregson, Lestrade o Athelney Jones andan perdidos -cosa que, por otra parte, les sucede con frecuencia-, vienen y me plantean el caso. En calidad de experto, examino los datos y emito mi opinión como especialista. En tales ocasiones, nunca busco reconocimiento. Mi nombre no aparece en los periódicos». Quien habla es Sherlock Holmes, pero, según Peter Costello, sus palabras podrían ser suscritas por el propio Conan Doyle.

A lo largo de su vida, el escritor sintió verdadera pasión por el mundo del crimen y llegó a participar en investigaciones destinadas a aclarar casos como los de Jack el Destripador, Sacco y Vanzeti o la misteriosa desaparición de Agatha Christie en 1926.

Lo cierto es que Conan Doyle recibía invitaciones de lo más variopintas. Por ejemplo, Rudyard Kipling trató de convencerle para que se ocupase de la enigmática muerte de una dama inglesa en una habitación cerrada del hotel Savoy de Mussoorie, un concurrido pueblo de veraneo de la India. Como la mujer muerta era practicante del espiritismo, la Policía creyó que alguna suerte de encantamiento o procedimiento hipnótico la había llevado a encerrarse en su cuarto para poner fin a su vida. Todo muy novelesco, casi increíble. En cierto modo, ese tono de artificiosidad literaria acompañaría muchas veces a los casos que se cruzaron en el camino de Conan Doyle.

En 1913, por ejemplo, el escritor recibió una carta en la que se le rogaba que se trasladase a Polonia para investigar la muerte de un aristócrata, el príncipe Wladyslaw Drucki-Lubecki, que según parecía había sido asesinado por un rico aristócrata, el barón Jan de Bisping. Un caso demasiado novelesco incluso para Sherlock Holmes.

Conan Doyle llegó al estudio de los crímenes a través de la literatura y a la vez su propia literatura se vio influida por los casos que estudiaba. Peter Costello trata de establecer qué hechos reales terminaron filtrándose a la obra del autor de Sherlock Holmes, e incluso vuelve sobre un tema clásico: la posibilidad de que el detective más famoso del mundo estuviese inspirado en una persona real, concretamente en el doctor Joseph Bell, un profesor de Universidad al que el escritor conoció en Edimburgo.

La relevancia de Conan Doyle en los ambientes detectivescos de su tiempo fue máxima. En la Inglaterra de comienzos de siglo la criminología estaba de moda. En 1903, el escritor participó en el almuerzo fundacional de un exclusivo club llamado 'Nuestra Sociedad' y que, muy pronto, pasó a ser conocido como el 'Club de los Crímenes'. Lo formaban personalidades de la vida londinense que se reunían para estudiar crímenes de primera categoría, ya fuesen casos del momento o asesinatos históricos que permanecían sin resolver. Jueces, actores, nobles y políticos participaban en unas sesiones que transcurrían entre el análisis científico y el folletín de misterios. «Es sin lugar a dudas el club más exclusivo e interesante de cuantos hay en Londres», escribió el novelista William Le Queux.

Como parece lógico, el Club de los Crímenes se sintió muy interesado por los asesinatos de Jack el Destripador. Los socios incluso organizaron expediciones por el East End para seguir los pasos del asesino que quince años atrás había mantenido en vilo a todo Londres. Costello cree que las conclusiones a las que llegaron fueron tan claras como incómodas. Su alteza real Albert Victor, duque de Clarence, era el principal sospechoso.

Evidentemente, los elegantes miembros del club miraron hacia otro lado. Arthur Lambton recuerda en su autobiografía cómo, cuando un aspirante a entrar en la sociedad quiso presentar un informe muy detallado sobre los crímenes del Destripador, fue discretamente rechazado con una carta que decía lo siguiente: «Bastará con que le diga que, al parecer, el asesino de Whitechapel es un pariente muy cercano y querido de uno de nuestros socios más conocidos». Se refería nada más y nada menos que al duque de Kent.

Laberintos deductivos

Además de como un repaso por los grandes sucesos de la época, el libro de Costello puede entenderse como una antología del pequeño hecho criminal posvictoriano. El autor irlandés presenta los casos en los que se interesó el padre de Sherlock Holmes como si fueran casos del detective de Baker Street. Así, tenemos noticia de episodios tan sugerentes como 'El danés desaparecido', 'Enigmática muerte en Umtali', 'El zapatero y el pescador ambulante' o 'Conan Doyle y el bandido motorizado'. Leer esas páginas viene a ser como acceder a una versión modernizada de las revistuchas de crímenes que se voceaban en Picadilly a principios del siglo XX.

Por ejemplo, la extraña muerte de la esposa del general Luard. A finales de 1921 Conan Doyle se interesó por la muerte de la mujer del general de división Charles Luard, ocurrida una década atrás en Ightam. Fue una suceso que convulsionó a la Inglaterra eduardiana. El 24 de agosto de 1908 el general Luard y su esposa Carolina salieron a dar un paseo con su perro 'Scamp'. Cerca del club de golf de Wildernesse, la mujer dijo que le apetecía ir hasta una casa que tenía muy buenas vistas sobre una laguna de la zona. El militar prefirió ir hasta el club de golf y se separaron. Cuando un rato después, fue a buscar a su mujer se la encontró muerta con dos tiros en la cabeza.

El caso se constituyó en el tema de conversación de media Inglaterra. ¿Quién había asesinado a la señora Luard? En principio, no fue su marido, a quien mucha gente vio en el club de golf. Se habló de vagabundos que merodeaban por la zona, se barajó la posibilidad de que la mujer del militar estuviese involucrada en una tremenda historia de adulterio.

Conan Doyle investigó lo sucedido y llegó a algunas conclusiones que los criminólogos de hoy dan por buenas. Por ejemplo que no se sabe quién fue el asesino, pero sí que quien cargó con el crimen, John Dickman, un ladrón y estafador de medio pelo, no lo hizo. Un grupo de jueces amigos del general Luard le condenaron a muerte movidos más por el afán de satisfacer al militar que por el de hacer justicia. Conan Doyle pensaba que el culpable debía ser algún enemigo que Charles Luard se había granjeado en sus años de servicio en el extranjero.

En 1922 el escritor se inspiró en el caso para escribir un relato titulado 'El problema del puente de Thor'. El caso Luard sigue sin resolver y los criminólogos británicos vuelven cada cierto tiempo sobre él, aportando hipótesis que en ocasiones son casi cinematográficas. Una de ellas habla de la implicación de sicarios orientales en busca de una gema más o menos sagrada.

En la primera novela de Holmes alguien se refiere al detective de Baker Street como «un almanaque viviente de delitos». La definición es perfecta para Conan Doyle, que era algo así como un experto en la historia delictiva de Inglaterra y de otros países. Dentro de su biblioteca había una documentadísima sección de criminología y durante toda su vida llevó un archivo con los crímenes que aparecían en los medios de comunicación de la época. Se sabe que el escritor disfrutaba tanto en sus viajes en busca de respuestas para los casos que estaban sin resolver como cuando se sentaba en su escritorio y enredaba a Holmes en sofisticados laberintos deductivos.

Investigaciones

No era difícil encontrar a Conan Doyle en el 'Black Museum' de Scotland Yard, el museo donde la Policía británica expone objetos utilizados por asesinos y siniestras reliquias criminales. Una de las fotos que allí se exponían llamaba especialmente la atención del escritor: el cadáver de Mary Nelly, la última víctima de Jack el Destripador. También una carta escrita con tinta roja por el asesino de Whitechapel. Sin duda, ese fue el gran caso que el enérgico y ambicioso Conan Doyle dejó sin resolver. Una historia que, en cierto modo, parecía escrita por él mismo.

«Si se hubiera dedicado sólo a investigar crímenes en vez de escribir, sir Arthur Conan Doyle habría llegado a ser un extraordinario detective. En Doyle había mucho de Holmes». Lo escribió Basil Thompson, subdirector del Comisionado de Scotland Yard. Desde luego, la lucha contra el crimen y la injusticia fue en el vigoroso Conan Doyle una pasión muy intensa.

Peter Costello cuenta que, poco antes de morir, cuando ya estaba muy enfermo, el escritor empleó sus últimas fuerzas en tratar de ayudar a una joven que había sido acusada de pagar con cheques falsos. Murió antes de aclarar el caso, pero seis meses después apareció otra mujer que confesó ser la autora de los hechos. Conan Doyle estaba en lo cierto. El olfato, querido Watson.

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