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TRIBUNAABIERTA

Otra vez: '¿Todos a una!'

MARÍA CASAS MELERO

Viernes, 2 de mayo 2008, 04:14

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HACE mucho tiempo, cuando teníamos una patria común, todos éramos españoles, existía una historia en la que compartíamos héroes.. Se llamaban Viriato, Pelayo... y, ya más cercanos, Daoiz y Velarde. Juntos los apellidos, se repetían como si se tratase de un solo hombre, y no diferenciábamos su lugar de nacimiento, todos igualmente españoles. Doscientos años desde su muerte hemos olvidando el legado que nos dejaron, mientras se enfatizan hechos particulares, sin valorar lo que sus heróicas muertes significaron en nuestra historia colectiva y europea. En este olvido yace el recuerdo de uno hombre de los más ilustres de nuestra tierra. Era español, andaluz y sevillano. Se llamaba Luis Daoiz y Torres (1767-1808), de ilustre linaje cuyas proezas se remontan a la Reconquista. Cursó estudios en el Colegio de San Hermenegildo. En 1782 ingresaba como cadete en el Real Colegio de Artillería de Segovia, donde destacaría por su inteligencia, disciplina, carácter bondadoso, firmeza de voluntad, control de sí mismo, nobleza, ahora de carácter, y una extensa cultura, algo poco corriente en su época, (hablaba correctamente francés, inglés, italiano y tenía un perfecto dominio del latín); físicamente, corto de estatura, sobresalía por su agilidad en los deportes y muy especialmente en esgrima. Alcazaba el grado de subteniente en 1787 y participó en las defensas de Ceuta (1790) y de Orán (1791), cuando se agrego a la compañía de minadores, además de artillero y ascendió a teniente (1792). Participó en la guerra del Rosellón (1794), cayó prisionero y fue encerrado en Toulouse. Al firmarse la paz, rechazó una oferta de los franceses ansiosos de incorporar en filas a un valioso soldado. Durante el ataque de Nelson a Cádiz, Daoiz comandaba una tartana cañonera, en España faltaban recursos navales... Después embarcó en el San Ildefonso de 74 cañones y navegó en dos ocasiones hacia América, ascendiendo a capitán en 1800. Otra vez en tierra, estuvo de guarnición en Sevilla y en 1808 fue destinado a Madrid al mando de la 3ª Compañía y del avituallamiento de la plaza. Por aquel entonces, Napoleón intentaba destronar a los Borbones españoles y así sus tropas, comandadas por Joachim Murat, invaden la Península, apoderándose de plazas fuertes y sometiendo a los españoles a todo tipo de vejaciones y violencias.

El domingo 1 de mayo de 1808 Murat revisa sus tropas en el Prado y el pueblo que odia a los gabachos, franchutes o monsiús, abuchea con insultos, pitos y silbidos al general que, humillado contra la ofensa, promete funestas represalias.

Esa misma noche, Daoiz y amigos cenan en una fonda y, aunque siempre era famoso como persona atemperada (por eso y por su edad, 41 años, le llaman cariñosamente El Abuelo), no puede contenerse ante los insultos de unos soldados franceses que, en otra mesa cercana, despotrican contra los españoles, 'hijos de mala madre'. En su propia lengua reprocha los agravios y ambos bandos están a punto de batirse en duelo, detenido gracias a la intervención de otros compañeros.

Anteriormente Daoiz y su amigo, Pedro Velarde, dolidos por el comportamiento de quienes se enseñorean por toda Europa y Egipto maltratando, robando y violando en todos los sentidos a los naturales, habían planeado un levantamiento nacional fracasado por a la inocencia de Velarde que, considerando la envergadura del asunto, solicitó cooperación de su jefe, general O'Farril, un afrancesado, que liquidó el proyecto.

El lunes 2 de mayo de 1808, Madrid despertó frío de clima y caliente de ánimos. Temprano se reunían grupos de personas cerca de Palacio intentando detener a los franceses empeñados en llevarse a los últimos miembros de la familia real todavía en España. El pueblo se levanta soliviantado y lucha, con garrotes, cuchillos, navajas, piedras, después con macetas, aceite y agua hirviendo, o lo que tiene a mano, y la refriega se extiende por todo Madrid. Tras una sangrienta pelea en la Puerta del Sol, acosados por mamelucos, mercenarios egipcios del ejército napoleónico, los amotinados luchan por la defensa de Dios, del rey y de la patria al grito de «¿mueran los franceses!», a «¿morir matando!» y se dirigen al parque de Artillería de Monteleón donde Daoiz es el oficial de más alta graduación. Ante las presiones de Velarde, de un pueblo acosado, dispuesto a todo, y de su honor profesional, Daoiz reflexiona, asume la defensa contra los franceses que atacan con cañonazos y fusilería dispuestos ya a romper las puertas del Parque.

El ejército español, por órdenes de superiores temerosos de confraternización entre civiles y soldados, permanece acuartelado y con recorte de municiones. Daoiz reconoce la difícil defensa pero manda enfilar cuatro cañones hacia la entrada y, con las puertas cerradas, dispara sorprendiendo a los estupefactos atacantes. Los asediados se defienden, protegidos desde tejados y ventanas colindantes por unos amotinados que han conseguido armas, y casi agotadas sus escasas municiones, han aguantado fuertes ataques. Disparando el último cañonazo, herido en un muslo y apoyado contra un cañón, sable en mano anticipando la muerte, el capitán ve aparecer pañuelos blancos cuya procedencia ignora y el cese del fuego francés. El español marqués de San Simón, capitán general, ha conseguido acercarse al general Lagrange y convencerle de que aplacará a los amotinados evitando más derramamiento de sangre. El francés grita: «¿Rendición!». Despectivo, con su sable toca el hombro de Daoiz llamándole «¿Traître!», traidor, éste se incorpora y sable en alto atraviesa al enemigo. Simultáneamente, por la espalda, una lluvia de bayonetazos y metralla caen sobre la espalda de Daoiz. El médico francés, en lugar de atender a sus heridos y admirado ante su hombría, le presta primeros auxilios.

Daoiz murió con honor, defendiendo la patria que juró proteger. Su ejemplo reforzó las esperanzas frustradas de compatriotas y convirtió el amotinamiento en una sublevación de españoles «todos a una», preámbulo de Waterloo, y de las grandes derrotas del corso. El héroe del Dos de Mayo de 1808 yace bajo congeladas rencillas nacionalista, y hoy, merece reconocimiento con orgullo, gratitud y el cariño de los hijos de su tierra.

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