Sergio Arribas, raíces que aprenden a volar
Siete goles, cinco asistencias y 590 pases para una temporada que describe su ascenso silencioso
Sergio Arribas se mueve por el campo como un personaje que no pertenece del todo al tiempo lineal del fútbol, sino a una dimensión íntima ... donde cada gesto adquiere un peso simbólico, una resonancia antigua que sólo entienden quienes contemplan el juego como un idioma secreto. La estadística, fría y exacta, intenta atraparlo con sus hilos numéricos, pero el jugador rojiblanco se escapa siempre un poco, como un jugador que camina entre cifras, pero respira en metáforas. Aun así, es posible leer en sus números una suerte de poema involuntario, un mapa de luz y asperezas que revela quién es cuando la cámara no mira, cuando el balón apenas roza la bota y la tarde parece suspenderse.
Sus regates completados, 1.1 por partido, se expanden como breves epifanías en mitad del tráfico rival. No son una declaración de exhibicionismo, sino trazos de un pintor que decide cuándo conviene manchar el lienzo. Ese 53% de éxito es una cicatriz luminosa, no es la perfección lo que lo define, sino la obstinación por romper una línea cuando la jugada exige un destello inesperado. Del mismo modo, los duelos totales ganados, 3.5 por partido, y su equilibrio casi exacto entre ganador y perdedor –apenas un 51%– lo sitúan en esa zona de fricción donde el fútbol se parece a la vida. A veces vence, a veces cede, pero siempre comparece. Esa insistencia, ese estar siempre en el borde, es quizá la esencia de su personalidad futbolística, que ha mejorado en un aspecto en el que antes no aparecía, creciendo en tareas defensivas que aumentan su progresión porque en el fútbol moderno nadie tiene 'pase pernocta', que dirían quienes hayan hecho mili.
Cerca del precipicio
Cuando pierde la posesión, que es 13.2 veces por partido, ocurre algo que no pertenece al error, sino al riesgo. Cada balón extraviado es una página arrancada del libro, un recordatorio de que la creatividad vive cerca del precipicio. Las 0.7 faltas que comete por encuentro y las 0.8 que recibe son pequeñas huellas en la piel de la larga temporada que supone jugar en Segunda División, testigos de un tránsito donde el cuerpo también participa en la escritura. Y esa única tarjeta amarilla, tan solitaria, parece colocada a propósito como quien subraya una frase importante sin alterar el tono del texto, un jugador que sabe medir sus sombras.
En defensa, el canterano del Real Madrid es un actor secundario que aparece en el momento justo para explicar una escena que parecía resuelta. No colecciona grandes cifras, pero escribe silencios que importan. Sus 0.4 intercepciones y 1.1 entradas por partido son el murmullo bajo de alguien que entiende el juego como una conversación permanente; no necesita gritar para ser escuchado. Los 3.7 balones recuperados, las 59 recuperaciones totales, son como las fichas de un arqueólogo que encuentra pequeños fragmentos de historia caída al suelo. Su 0.5 veces regateado por partido es casi una anécdota, se deja superar poco, con la misma dignidad con la que despeja 0.4 balones por choque o bloquea 0.06 tiros. Es un defensor involuntario, un poeta obligado por la escena a intervenir, pero que lo hace sin romper su propio ritmo.
Sin ruido, con memoria
Los duelos defensivos describen una biografía más profunda. Son 111 disputas, 59 ganadas y 54 perdidas, un rastro de encuentros que no siempre generan ruido pero sí memoria. Cada duelo ganado es un acento, cada duelo perdido, una coma. Los duelos aéreos -nueve ganados y nueve perdidos- trazan la geometría de un jugador que no domina el cielo, pero que tampoco lo teme. No hay errores que lleven a disparo, ni mucho menos a gol; ninguna mancha se incrusta en su hoja de servicio. Como si en él hubiera una sobriedad natural para evitar la tragedia.
Pero cuando el balón viaja hacia adelante, cuando la luz del ataque lo alcanza, Sergio Arribas se convierte en narrador de sí mismo. Sus siete goles no son una cifra menor, cada uno aparece como un capítulo con personalidad propia. Dos de cabeza, como si quisiera recordar que el aire también puede leerse; cuatro desde el punto de penalti, cuatro momentos de quietud absoluta donde la responsabilidad pesa como un verso que debe pronunciarse sin titubear. Su 100% de acierto desde los once metros tiene algo ritual: como si el tiempo bajara la mirada y dejara a él, y sólo a él, la tarea de definir.
Pulso
Un gol cada 185 minutos no es una frecuencia, es un pulso. El fútbol se articula en ciclos y Arribas encuentra en ese intervalo una especie de respiración narrativa que le permite aparecer sin saturar, como un personaje que entra en escena lo justo para alterar la trama. Sus 2.6 disparos por partido, de los cuales 1.2 van a puerta, hablan de un jugador que tantea la realidad antes de herirla. Las tres ocasiones claras falladas son sus sombras, necesarias, casi indispensables, porque ningún relato está completo sin aquello que pudo ser y no fue.
Y entonces llegan los pases, que son la verdadera escritura. 60.4 toques por partido convierten su presencia en un hilo continuo, como una voz que no abandona la página. Los 36.9 pases acertados –con su 86% total de precisión– funcionan como el ritmo interno del texto. En campo propio roza la perfección, con un 97% de acierto. En campo contrario baja al 76%, permitiéndose el riesgo, la improvisación, el quiebre del verso. Completa 1.2 balones largos por partido, con un 61% de acierto, como flechas que buscan un lector en la distancia. Sus pases de vaselina, apenas 0.7 con un 39% de éxito, son intentos de belleza pura, a veces fallidos, a veces exquisitos.
Creador de ocasiones
Ha dado cinco asistencias, ha creado siete ocasiones claras, ha firmado 37 pases clave. Es un asistente, un creador de puertas que otros cruzan. No exige el protagonismo del gol; se conforma con encender la lámpara y dejar que otro escriba el final del párrafo. Sus centros, uno por partido con un 27% de acierto, caen al área como mensajes en botella, algunos encuentran destino, otros se pierden, pero todos llevan la marca de su intención.
Ha jugado 16 partidos, 1.295 minutos, un trayecto que se dibuja sobre 134 kilómetros recorridos. Cada kilómetro es un renglón, cada sprint una palabra subrayada. Su velocidad máxima, 33 km/h, no es sólo un dato, es el instante en que el cuerpo se vuelve viento y la idea se vuelve urgencia.
Relato de identidad
En total, su temporada es un poema de tránsito: perder trece posesiones y recuperar casi cuatro balones por partido; intentar, fallar, insistir; regatear con 55% de éxito; recibir 13 faltas; disparar 33 veces; acertar 590 pases y fallar 95. Todo eso, más que un registro, es un relato de identidad.
Sergio Arribas juega como quien escribe para no sobrevivir al olvido, como quien deja en cada acción una firma diminuta que quizá nadie ve, pero que él reconoce al caer la noche. Cada número suyo canta, cada gesto suyo completa un verso. Su temporada no termina en las estadísticas, empieza en ellas, se expande en el césped y continúa, silenciosa, en la memoria de quienes lo miran sin buscar héroes, sino verdades.
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