Todo aficionado al fútbol, alguna vez, se ha enfrentado a un penalti. Bien en un picadito con los amigos, bien con el hijo en el ... parque. Todos hemos experimentado esa sensación real donde la portería se estrecha y el punto blanco se aleja. Desde fuera nos parece imposible fallar un penalti hasta que nos enfrentamos a él. Solo entonces te das cuenta de que el portero es un gigante de otra época y la pelota pesa como una losa.
Cuando posas el esférico en eses punto fatídico te sientes vigilado; cuando coges el espacio para el golpeo te sientes confuso; cuando decides hacia donde golpear te sientes dubitativo; cuando inicias la carrera estás muerto. Es el último examen de la oposición. Y no hay vuelta atrás.
Cuando te quieres dar cuenta ya es demasiado tarde. Los penaltis no los tira el futbolista sino que los ejecuta su persona. El otro Yo. El que siente y padece. Por eso resulta determinante el estado emocional. Si estás en ese momento en el que te comes el mundo, el balón ya está dentro de la red antes del silbatazo.
Si andas atormentado, siempre es más difícil. Para muestra un Alcorcón. En Santo Domingo nuestro Sadiq llevaba dos goles y lanzó el penalti al travesaño; dio en el culo y para adentro. El mejor del mundo. Nuestro ídolo. El otro día lo lanzó fuera. Y tras el cabreo generalizado –y el suyo, conste– viene la reflexión. Merecía la pena el peaje para que volviera a sonreír. Lo volvería a pagar, mira por donde. Su sonrisa son tus goles. Y tus goles son victorias.
A nuestro avatar nigeriano no se le hizo pequeña la portería sino grande sus cinco partidos sin mojar. Me pongo en su pellejo y me dan más ganas de abrazarle que de tirarle de las orejas. Lo compensará. Sadiq Umar, siempre, compensa.
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