Toca-la otra vez
El remate. ·
«El VAR no arbitra, sentencia a destiempo, congela la sangre del encuentro, mutila la celebración más pura que tiene este deporte, el gol»El fútbol se está pudriendo en una pantalla. La pasión se nos escurre por el ojo mecánico de un invento que llegó con traje de ... salvador y se ha quedado en verdugo. El VAR no arbitra, sentencia a destiempo, congela la sangre del encuentro, mutila la celebración más pura que tiene este deporte, el gol. Ya no se grita, se murmura. Ya no se abraza, se espera la condena en una sala oscura, lejos de la hierba, lejos del ruido, lejos de la vida.
El aficionado paga por ver fútbol, no por asistir a un congreso de tecnócratas donde cada línea trazada parece un acto de fe. El balón rueda en el césped, pero la verdad se decide con un ratón, con los quebraderos que da el 'maldito' cuando se pone en tu contra –más de uno lo habrá estrellado contra la pared–. Y lo peor es que no hay la más mínima certeza, el más mínimo atisbo de verdad. La herramienta que iba a traer justicia ha inventado un nuevo género de injusticias, más sofisticadas, más asépticas, más crueles. Antes se maldecía al árbitro por humano; ahora a una máquina por todo lo contrario, por inhumana.
El VAR no ha limpiado el fútbol, lo ha ensuciado con una burocracia impía que convierte cada partido en una farsa judicial. Se está matando el instinto, se está ejecutando la emoción con la excusa de la precisión. Pero el fútbol no es una ciencia exacta, es un error hermoso. Es un roce, un fuera de juego por un hombro, una mano que nunca fue. El VAR lo ha convertido en un quirófano, sin sangre, sin alma, sin vida.
El último ejemplo lo sufrió la UD Almería en el José Zorrilla de Valladolid. Arcediano Monescillo y López Toca, ese árbitro y ese VAR de apellido casi profético, decidieron que la ilusión de la escasa expedición rojiblanca y de los 80 aficionados que viajaron debía cortarse de raíz. Un arbitraje sibilino que reescribió el guion del encuentro desde dentro, arrancando de cuajo lo que se había celebrado con ilusión. El penalti por una mano que primero impacta en el hombro, el gol anulado que aún hoy nadie entiende, la vara de medir que convierte en igual a quien comete 28 faltas —algunas con codazos incluidos— y a quien hace apenas 13, para acabar con cinco tarjetas amarillas por bando. La justicia invertida, disfrazada de reglamento, en una palabra.
No hubo rugido de estadio, sólo el silencio de impotencia de quienes comprendieron que ya no manda el fútbol, manda la máquina. Y lo peor, la gestión humana de esa máquina, que son las decisiones tardías, revisiones eternas –en el penalti se fueron 4 minutos, hubo tres y se descontaron ocho–, tarjetas repartidas con un criterio que huele a castigo más que a equilibrio. El Almería compitió, buscó, golpeó a la puerta del partido, pero se estrelló contra un sistema que le impidió crecer.
Este deporte sobrevivió a árbitros ciegos, a goles fantasmas, a polémicas eternas. Lo que no sé es si sobrevivirá al VAR. Porque lo que está matando no es la polémica, es el grito, es la locura, es ese instante en el que uno olvida quién es para abrazarse con cualquiera. Ese instante hoy se lo queda una máquina. Y lo devuelve tarde, frío, amputado. El fútbol no sólo se muere en la pantalla: lo estamos matando entre todos, con cada pitido, con cada revisión, con cada lágrima que nadie verá.
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