El Almería 'lleva' un partido más con los descuentos
Los rojiblancos han jugado 101 minutos de más en los nueve partidos jugados, con el partido ante el Albacete como el más largo, con 17 minutos, y el del Zaragoza como el más corto, con seis
En la suma de los partidos del Almería hay un puñado de minutos que no figuran en los planes ni en los entrenamientos. Minutos que ... se juegan cuando el cuerpo ya va en reserva y la mente empieza a tambalearse entre el deseo y el cansancio. En lo que va de temporada, el equipo ha acumulado tanto tiempo añadido que, sin quererlo, ha disputado más de un partido de los que figuran en el calendario. No hay cifra más reveladora que esa, un encuentro fantasma, jugado a contraluz, hecho de pedazos de tiempo que el árbitro regala o castiga según el guion de cada tarde.
En algunos estadios, como el UD Almería Stadium, el pitido final se ha convertido en un horizonte difuso. Los partidos no terminan cuando se espera y el aire se espesa en los últimos compases. El choque frente al Albacete, con 17 minutos de descuento, fue casi un experimento físico sobre la resistencia. Dos minutos más de un cuarto de hora en los que se puede nacer, empatar, ganar o perder tres veces. 17 minutos que explican, más que cualquier dato, lo que significa estar vivo en el fútbol moderno. En el extremo contrario, el duelo ante el Zaragoza apenas tuvo 6 de añadido, un respiro breve que pareció casi un lujo, una tregua después de tantos esfuerzos al límite, pero que dio tiempo para que la UDA marcara dos goles y el conjunto zaragocista firmara uno.
Condicionan
Esos márgenes de tiempo extra no son un detalle anecdótico. Condicionan el ritmo del equipo, su manera de leer los partidos, la gestión del cansancio, la mente del jugador que ya siente el pitido final y debe seguir corriendo. En cada alargue, la UDA se reencuentra con su propio pulso. El fútbol de hoy se ha convertido en una lucha contra el crono y casi todos los equipos lo han experimentado con tanta intensidad. Esos minutos añadidos son un espejo del fútbol que no se detiene, que multiplica la exigencia y castiga el más mínimo descuido.
La fatiga no se mide sólo en kilómetros recorridos o en duelos ganados. Se mide también en esos tramos invisibles donde el corazón late más rápido que las piernas. El Almería, que ha sabido competir con una regularidad que lo mantiene en la zona alta, carga con el peso invisible de esos minutos extra. Cada uno de ellos es una pequeña erosión, una muesca en la confianza, tensión muscular que se acumula sin descanso. No hay plan de trabajo que prepare del todo para el tiempo que no debería existir.
Un escenario más
En el fútbol, el tiempo añadido ha pasado de ser una concesión a ser un escenario más. Y el Almería, sin pretenderlo, se ha especializado en habitarlo. Allí donde otros equipos se desconectan o buscan refugio en la defensa, los rojiblancos han aprendido a seguir jugando. Esa perseverancia tiene un coste, pero también una identidad y es que el equipo que no se rinde ni cuando el reloj dice que ya debería haber terminado se convierte en una virtud, sí, pero también un riesgo, porque el cuerpo tiene memoria y los músculos reclaman lo que el reloj les quita.
Hay algo casi poético en esa prolongación constante. En un fútbol que se mide por segundos, el Almería parece vivir en una dimensión elástica, donde el tiempo se estira y se encoge a voluntad. En los descuentos, el juego se desnuda, no hay sistemas ni pizarras, sólo instinto, resistencia y fe. Los entrenadores pueden gritar, los aficionados pueden sufrir, pero ahí dentro, en esos minutos que nadie planificó, sólo existe el pulso del jugador que se niega a rendirse. Esa es la esencia de este equipo, la terquedad de quien entiende que el partido no se acaba hasta que se acaba de verdad.
Influencia rival
El contraste entre los encuentros más largos y los más breves revela también cómo los rivales influyen en la narrativa. Frente a equipos que proponen, como Albacete o Sporting, el tiempo se dilata; hay más interrupciones, más tensión, más goles que cambian el guion. En cambio, ante otros como el Zaragoza, donde el juego es más lineal, el reloj pareció tener compasión. El fútbol no sólo se juega con balón, también se juega con el tiempo, con su gestión emocional, con la manera de aceptar que cada minuto añadido puede ser una amenaza o una oportunidad.
Quizá por eso la UDA ha desarrollado una relación especial con el ritmo. No hay partido que se parezca al anterior y eso moldea su personalidad. El equipo vive en un territorio intermedio entre la urgencia y la serenidad, obligado a sostener su intensidad más allá de lo razonable. En un campeonato donde la igualdad es extrema, esos minutos de más pueden ser la diferencia entre la gloria y el desencanto. Son instantes donde se decide todo, pero que apenas se recuerdan cuando se hace balance.
Lotería emocional
Los jugadores saben que ese añadido es una lotería emocional. Cada vez que el cuarto árbitro levanta el cartelón, el corazón da un vuelco. Puede ser la última oportunidad para ganar o el último obstáculo antes de perder. No hay neutralidad posible. La UDA, acostumbrada a convivir con esos finales, ha aprendido a mantener la cabeza fría cuando el resto ya ha perdido el aire. Y esa es una virtud que, con el paso de los partidos, puede marcar la diferencia entre un equipo maduro y uno que se desmorona en instantes decisivos.
En términos físicos, la acumulación de tantos minutos tiene consecuencias invisibles pero reales. El cuerpo no distingue entre el tiempo reglamentario y el añadido, cada segundo cuenta, cada sprint pesa. En una temporada larga, esos esfuerzos se traducen en microrroturas, en fatiga residual, en decisiones que se toman con un segundo menos de oxígeno. El fútbol moderno, obsesionado con medirlo todo, aún no ha encontrado una fórmula para cuantificar el desgaste emocional de jugar siempre más de lo previsto.
Agotamiento desigual
Lo paradójico es que ese tiempo extra, que en teoría se concede para corregir injusticias o recuperar el juego perdido, acaba generando una nueva forma de desigualdad, la del agotamiento desigual. No todos los equipos saben gestionar el alargue y no todos los jugadores soportan la presión de un reloj que no se detiene. En ese terreno incierto, el Almería ha demostrado carácter, también una exposición mayor al riesgo del cansancio acumulado. Lo que en la clasificación aparece como regularidad, en el cuerpo se traduce en pulso continuo contra el límite.
Quizá por eso, cuando el árbitro finalmente pita el final, los jugadores del Almería no celebran tanto como exhalan. Hay en su mirada una mezcla de alivio y de incredulidad, como si acabaran de regresar de un viaje más largo de lo que marca el calendario. En cada partido, los minutos añadidos han escrito un pequeño capítulo aparte, los goles agónicos, las defensas desesperadas, los silencios del estadio que no respira hasta el último silbido. Son instantes que no figuran en las estadísticas pero que explican el alma del equipo.
Deseo o miedo
El fútbol, al fin y al cabo, se resume en esa espera, el deseo de que el tiempo se acabe o el miedo de que aún quede uno más. El Almería habita en esa frontera. Entre el deber y el deseo, entre la energía y el agotamiento, entre el reloj que corre y el corazón que late. Los minutos que no se acaban son, en el fondo, una metáfora de su propia temporada, una lucha constante por sostenerse en el vértigo, por encontrar belleza en el esfuerzo, por no rendirse cuando todo invita a hacerlo.
Y así, jornada tras jornada, el equipo sigue corriendo dentro de un tiempo que no pertenece a nadie. Porque hay partidos que duran noventa minutos y otros que duran una vida. Y el Almería, este año, parece jugar siempre en ese territorio incierto donde el reloj deja de ser un instrumento y se convierte en una prueba de fe.
Drama recurrente
El equipo ha convertido los instantes finales en una especie de drama recurrente, donde la emoción se concentra y los partidos se deciden en segundos que parecen eternos. Frente al Zaragoza, la intensidad de los minutos de descuento regaló un vaivén de sensaciones, se marcaron tres goles, dos de los rojiblancos, mientras que uno terminó por escapar hacia la portería contraria, recordando que la gloria y la desventura a veces caminan de la mano en esos últimos compases.
La historia se repitió con matices distintos ante Albacete y Valladolid. Contra el equipo manchego, un gol tardío consiguió rescatar un empate 4-4, casi como un suspiro de justicia en el cierre de un combate desigual. Sin embargo, frente al Valladolid, la fragilidad de los instantes finales se hizo palpable con un gol encajado en el descuento que selló la derrota por 3-1, que puede influir en un posible golaveraje particular, recordando que, en el fútbol, los minutos finales son un lienzo donde se pintan victorias, empates o derrotas con la misma intensidad que la vida misma.
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