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Farmacia con anuncio de Aspirina en la Adolf Hitler Strasse de Wermsdorf, (Sajonia, Alemania), en 1936. Wikimedia Commons / Brück & Sohn Kunstverlag Meißen, CC BY-SA
Aspirina o la reescritura de un descubrimiento

Aspirina o la reescritura de un descubrimiento

Érase una vez un químico llamado Felix Hoffmann que para paliar el sufrimiento de su padre inventó el ácido aceitlsalicílico. O quizás no. La verdadera historia de la aspirina la ocultaron los nazis

David Sucunza

Domingo, 26 de julio 2020, 10:57

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A continuación, una bonita historia que alguno de ustedes quizá conozca.

Érase una vez un químico llamado Felix Hoffmann que cada día presenciaba cómo su pobre padre artrítico padecía del estómago a causa de la medicación que le habían prescrito para paliar su enfermedad, el ácido salicílico. Como trabajaba en la farmacéutica Bayer, decidió aprovechar su condición de empleado del sector para tratar de poner fin a tan penosa situación familiar.

Guiado por tal propósito, habría empezado a sintetizar derivados de la molécula en cuestión. Su esperanza: dar con uno que mantuviera sus propiedades calmantes del dolor y la inflamación, pero que atenuase la acidez responsable de sus molestos efectos secundarios. Al fin, tras mucho porfiar, lo habría encontrado, mediante una reacción de acetilación que le habría conducido al ácido acetilsalicílico. Y, con ello, no solo habría aliviado el sufrimiento de su progenitor. Habría logrado, además, el descubrimiento de un fármaco que alcanzaría la celebridad, comercializado desde 1899 bajo el nombre de marca Aspirina.

Una anécdota bonita, pero falsa

No sé que opinan los lectores pero a mí, particularmente, siempre me ha gustado esta fábula. El amor filial, el científico anónimo devenido en benefactor de la humanidad, la merecida recompensa tras un trabajo realizado con rigor y cariño. ¿Qué más le puede pedir un profesor de química a una anécdota con la que motivar a sus alumnos? En verdad, solo una cosa: que sea cierta.

Y aquí llegan los problemas. Porque a pesar de figurar en numerosos libros y artículos –por lo que yo me la creí a pie juntillas hasta hace poco– esta historia nunca se produjo. No al menos del modo en que la he contado. Como ocurre con otras historias demasiado redondas, mezcla elementos verídicos con otros inventados, en un intento de ocultar una realidad poco complaciente con el ideario del narrador original.

Vayamos con ella. Quizás nos resulte aún más interesante.

Heroína y aspirina

Comencemos por un evento comprobable. En octubre de 1897, Hoffmann preparó ácido acetilsalicílico en las instalaciones de la Bayer. De eso no cabe duda, pues se conservan los cuadernos de laboratorio. Pero parece que no lo hizo siguiendo un impulso personal, sino bajo la dirección de Arthur Eichengrün, su inmediato superior en la compañía. Este había diseñado un proyecto de gran calado consistente en insertar grupos acetilo en distintos fármacos con efectos secundarios importantes.

Como prueba de esta circunstancia, podemos mencionar que Hoffmann, durante ese mismo mes, también llevó a cabo la misma reacción sobre el principal producto natural del opio, la morfina, con el objetivo de reducir la enorme dependencia que genera.

Poco después, ambos derivados pasarían al departamento de farmacología de la empresa, donde su actividad fue evaluada con suerte dispar. Mientras el segundo, la morfina con acetilo, demostró tener una alta capacidad antitusiva, y pronto llegaría al mercado bajo la denominación heroína, el primero no convenció al responsable del área, que erróneamente lo creyó cardiotóxico.

Y aquí, justo en este momento, aconteció el suceso que evidencia al auténtico descubridor de la aspirina. Eichengrün, nada satisfecho con el veredicto, se utilizó a sí mismo como conejillo de indias, medicándose con ácido acetilsalicílico para demostrar su inocuidad, en una audaz acción que devolvió el fármaco a la posición de salida.

¿Cómo casa todo esto con la anécdota del padre de Hoffmann? De ninguna forma, que se sepa. No hay referencias a ella hasta 1934, cuando la encontramos en una historia sobre la ingeniería química escrita por un antiguo trabajador de la IG Farben, el gran conglomerado de la industria química germana donde se había integrado Bayer la década anterior.

Cómo los nazis tergiversaron la historia

Para entonces, el partido nazi había subido al poder en Alemania, en un detalle para nada baladí. Eichengrün era judío, y su sustracción de la crónica oficial del medicamento parece totalmente intencionada. De hecho, sus siguientes años resultaron dramáticos. Como el resto de sus compatriotas de origen hebreo, tuvo que soportar un continuo deterioro en sus derechos civiles, hasta acabar preso en un campo de concentración. Él, al menos, sobrevivió para contarlo. Murió en el 1949 a la edad de ochenta y dos.

Es bien conocida la sentencia que remata la espléndida película El hombre que mató a Liberty Valance:

«En el oeste, cuando la leyenda se hace realidad, hay que imprimir la leyenda».

Sin ánimo de contradecir al maestro John Ford, convengamos que fuera del celuloide más vale intentar lo contrario. Aunque a la mayoría nos atraigan los cuentos morales de final feliz, la búsqueda de veracidad nos puede conducir a relatos ricos en matices y enseñanzas, con protagonistas auténticos debidamente recordados.

Este artículo ha sido publicado en The Conversation

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