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Sacrificios y canibalismo: así eran realmente los aztecas que se encontró Hernán Cortés

Sacrificios y canibalismo: así eran realmente los aztecas que se encontró Hernán Cortés

Hace 500 años, un puñado de españoles conquistó el imperio azteca. Para unos fueron héroes; para el presidente de México, genocidas cuyos descendientes deben pedir perdón. ¿Debería él hacerlo?

JAVIER GUILLENEA PASCUAL PEREA

Viernes, 29 de marzo 2019, 09:05

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Hijo de un hidalgo extremeño, Hernán Cortés (Medellín, 1485-Castilleja de la Cuesta, 1547) participó en la conquista de Cuba, donde fue alcalde de la ciudad de Santiago. Desde allí acometería la invasión de los territorios continentales, más tarde conocidos como la Nueva España.

infantes, 16 jinetes, 13 arcabuceros y 32 ballesteros partieron el 10 de febrero de 1519 de Cuba, a bordo de 11 naves, rumbo a México. En apenas año y medio, este ejército mínimo pero curtido en las guerras europeas doblegó al poderoso imperio azteca, que regía sobre 22 millones de personas.

Su habilidad para tejer alianzas con los pueblos sojuzgados por los aztecas fue vital para obtener la victoria. También las epidemias causadas por gérmenes llevados por los europeos, que diezmaron a la población indígena.

«Mi padre nunca pisó México. ¿Es culpable de lo que hizo Cortés?»

Eran cuatro gatos y, como no tenían nada que perder salvo la vida, desembarcaron y se abrieron paso a mandobles. Seguían adelante porque no encontraban otra cosa que hacer y así fundaron ciudades, mataron, esclavizaron, violaron y hasta derribaron imperios. Eran hombres de su tiempo. Toda aquella violencia, aquel reguero de sangre que fueron dejando unos seres a medio camino entre el heroísmo y la locura, fue el germen de lo que hoy es América Latina.

Hace quinientos años unos pocos centenares de aventureros comandados por Hernán Cortés vencieron al todopoderoso imperio mexica, que contaba con un ejército de entre 100.000 y 200.000 hombres. Lo que para unos fue una gesta, para otros es un desastre cuyas consecuencias aún se mantienen abiertas. Este año debería conmemorarse el quinto centenario de aquellos hechos pero pocos tienen ganas de hacerlo. Cortés, el gran conquistador, el de los barcos quemados para no volver atrás, ha caído en desgracia.

El ministro de Cultura, José Guirao, declaró no hace mucho que entre las efemérides que se conmemorarán oficialmente en 2019 no se incluye la celebración de la llegada de Hernán Cortés a México. «Es que allí ese tema es complicado», argumentó. Algo debía intuir porque un mes después se ha conocido el contenido de una carta en la que el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, pide al rey Felipe VI que España se disculpe por los abusos cometidos durante la conquista.

En su misiva, el mandatario americano sostiene que su propósito es el de «superar en forma definitiva los desencuentros, los rencores, las culpas y los reproches que la historia ha colocado entre los pueblos de España y de México, sin ignorar ni omitir las ilegalidades y los crímenes que los provocaron». López Obrador, cuyo abuelo materno procede del municipio cántabro de Ampuero, asegura que su país «no pide un resarcimiento del daño en pecuniario de los agravios que le fueron causados por España ni tiene el propósito de proceder de manera legal ante los mismos». Lo que quiere, insiste, es que «el Estado español admita su responsabilidad histórica por esas ofensas y ofrezca las disculpas o resarcimientos políticos que convengan».

La inesperada petición, que ha sido rechazada por el Gobierno de Pedro Sánchez, ha levantado otro frente en la polémica sobre el papel de España en la conquista de América. Si en Estados Unidos han quitado estatuas de Cristóbal Colón, a quien se acusa de genocidio, ahora le toca el turno a Hernán Cortés, que no tiene muy buena prensa en una parte de la sociedad mexicana. «Octavio Paz decía que su país no sabía qué había que hacer con Cortés como símbolo de la conquista, nunca han sabido muy bien dónde colocar su estatua», afirma Francisco Castilla, profesor de Filosofía de la Universidad de Alcalá y coordinador, junto a María José Villaverde, del libro colectivo 'La sombra de la Leyenda Negra'.

Pero una cosa son monumentos y otra un país pidiendo perdón por unos hechos que ocurrieron hace cinco siglos. Para Carlos Malamud, investigador para América Latina del Instituto Elcano, la petición del presidente de México es una decisión «extemporánea» que «no tiene en cuenta los procesos de conquista, colonización ni la realidad actual». López Obrador ha instado a España a «reconocer errores», lo que, según Malamud, es una manera de admitir que «su propia historia fue un error y que, si la rechaza, se está negando a sí mismo».

«Que se miren al espejo»

Puestos a pedir disculpas, el problema es quién debería hacerlo, pues no está nada claro. «El perdón se pide de una persona a otra, pero entre grupos sociales o sociedades no tiene sentido porque nadie es culpable por pertenecer a un grupo. Mi padre, que nunca puso el pie en México, ¿es culpable de lo que hizo Hernán Cortés?», se pregunta Francisco Castilla. La respuesta la ofrece él mismo: «Si tiene sentido que alguien pida perdón, López Obrador debería mirar a izquierda o derecha o a él mismo en el espejo porque ellos son los hijos de los españoles que hicieron algo allí». Es un mensaje parecido al que ha lanzado la activista indígena Betina Cruz. «El primero que tiene que pedirnos perdón es el presidente y cambiar el estado de exclusión en el que hemos vivido los indígenas durante los últimos 500 años», ha espetado.

María José Villaverde, catedrática de Ciencia Política en la Complutense de Madrid, recuerda que «las expediciones de conquista estaban financiadas por particulares», por lo que «no se le puede reprochar a la monarquía española» lo que hicieron aquellos desconocidos que llegaron a las costas de América con espadas, arcabuces, armaduras y caballos dispuestos a descubrir nuevas tierras y enriquecerse. Su aparición fue letal para las poblaciones originales del nuevo continente, que quedaron diezmadas, sobre todo, por las enfermedades transmitidas por los españoles. Y también por las armas, aunque en mucha menor medida.

«La conquista supuso injusticia, atropellos y violaciones de los derechos humanos, pero desde el inicio de la humanidad las invasiones han sido algo normal y han formado parte de la realidad cotidiana»», afirma Carlos Malamud, que rechaza utilizar la palabra genocidio para explicar lo que ocurrió hace 500 años. «Hubo guerras muy sangrientas donde los invadidos fueron aniquilados, sin olvidar que entre los invasores también había nativos», dice.

Historiadores como María José Villaverde también niegan que a la conquista se le pueda aplicar el término genocidio, que «implica una voluntad de exterminio». «Lo que hubo fue una conquista sangrienta, como todas, y muchos actos de crueldad innecesaria, pero las conquistas son así. Los romanos no vinieron a la Península a enseñarnos latín, también nos explotaron y se quedaron con las minas, ese es el proceso, es lo que hay», recalca Francisco Castilla.

«La mayor mortalidad se debe a las enfermedades pero lo que no hay es una causalidad, no se llevaban los gérmenes en un tubo de ensayo», afirma Carlos Malamud. Males como la gripe, la viruela y el sarampión mataron en menos de un siglo a millones de indígenas cuyos organismos no tenían defensas contra unas enfermedades que se convirtieron, sin que nadie lo supiera, en unas perfectas aliadas para la conquista. Nada que ver con lo que hicieron más tarde los ingleses y holandeses, que causaron estragos entre los nativos de la costa este americana infectándolos a sabiendas con mantas contaminadas con el virus de la viruela.

Sin ocultar las muertes y «las barbaridades», Villaverde rompe varias lanzas en favor del papel de España durante la conquista, empezando por la Corona, que «frenó el caos con las Leyes de Indias», con las que trató de proteger a los indígenas frente a los abusos que estaban sufriendo. Fue un logro pero hubo más, aunque permanezcan un tanto olvidados. «Nadie recuerda que los que detienen los avances de los bandeirantes brasileños, que esclavizaron a 80.000 guaraníes, fueron los jesuitas, que pidieron a Felipe IV autorización para armar a los indígenas y entrenarlos», explica. Tampoco se habla mucho, lamenta la catedrática, del hecho de que España «es el único país colonizador del mundo que ha paralizado una conquista hasta ver si hay razones éticas y morales que la justifiquen». El debate, que se celebró entre 1550 y 1551 en Valladolid, se tradujo en más derechos para los indígenas.

Argumentos como estos, que dulcifican el papel de España, son rechazados por un reducido grupo de historiadores entre los que destaca Antonio Espino, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona. «Nuestra sociedad está tendenciosamente informada con respecto a América», sostiene. «En el ADN de la nación española su gran gesta ha sido la conquista», añade. A su juicio, «se nos ha educado con la sensación de que fuimos a América para hacer un favor, que aquello fue fantástico, una maravilla incruenta».

Antonio Espino tampoco cree que sea necesario pedir perdón, pero sí opina que «deberíamos reflexionar para tener las cosas claras y reconocer que la conquista fue un momento histórico terrible». Él también rechaza utilizar el concepto genocidio «porque no hay voluntad de exterminio», pero recuerda que en un siglo se produjo «una hecatombe poblacional» debido a las condiciones infrahumanas en las que se hacía trabajar a los indígenas, a las guerras, «mucho más cruentas de lo que se ha dicho», y a las epidemias.

En México todo empezó con Hernán Cortés y los suyos, a quienes Antonio Espino no dedica buenas palabras. «Nunca hablamos de ellos como destructores sino como gente que construye, pero eran aventureros sin escrúpulos, empresarios militares que organizaban ejércitos privados que utilizaban el terror y la violencia extrema. Solo tenían la vida para perder, estaban acostumbrados a la muerte y la crueldad». Fueron ellos los que destruyeron un imperio para cimentar otro. Eran hombres de su tiempo.

Cuando Hernán Cortés desembarcó en el continente americano, se convirtió en una terrible amenaza para millones de indios, pero también en la esperanza de otros muchos, sin cuya ayuda su epopeya no hubiera sido posible. La región estaba dominada por los aztecas, una triple alianza de naciones -mexicas, acolhuas y tepanecas- que había gestado un poderoso imperio teocrático con su capital en Tenochtitlan (la actual Ciudad de México). Su poderío militar les permitió dominar un vasto territorio desde el Caribe hasta el Pacífico y sojuzgar a otras naciones mesoamericanas imponiéndoles pesados tributos. Algunos pueblos, como tlaxcaltecas, popolocas, tlapanecos, mixtecos o tarascos, se resistían al dominio azteca, por lo que las campañas guerreras para aplastar su resistencia eran frecuentes.

Pese a los deslumbrantes exponentes de la civilización azteca -palacios, pirámides, templos y acueductos, su escritura jeroglífica y su extensa administración, sus conocimientos astronómicos y su agricultura...-, su leyenda negra deja pequeña la de los conquistadores españoles. Estos, de hecho, se mostraron horrorizados al conocer sus hábitos de canibalismo y sacrificios humanos, comunes a todos los pueblos de la zona. «Después de que los hubieran muerto y sacado los corazones, llevábanlos pasito, rodando por las gradas abajo; llegados abajo cortábanles las cabezas y espetábanlas en un palo y los cuerpos llevábanlos a las casas que llamaban Calpul donde los repartían para comer», narraba el franciscano Bernardino de Sahagún de uno de estos rituales.

Carne fresca en abundancia

Antes de la llegada de los europeos, estas prácticas eran tan frecuentes que algunos historiadores han calculado el número de víctimas entre los 15.000 y el cuarto de millón al año. En su avance hacia la capital, los conquistadores hallaban en cada pueblo una pirámide con un altar ensangrentado donde las víctimas, tras extraerles el corazón, eran desmembradas y su carne repartida entre los vecinos; brazos y piernas eran especialmente apreciados.

Hasta tal punto eran frecuentes estos sacrificios humanos que el historiador Michael Harner se pregunta si las periódicas guerras que entablaban los aztecas no tendrían como principal objetivo aprovisionarse de carne fresca que paliase la escasez de animales domésticos disponibles. El demógrafo Sherburne Cook, en cambio, los atribuye a una fórmula particularmente sangrienta de controlar la población; según sus cálculos, hasta una cuarta parte de los indígenas fueron inmolados en estos altares.

En cualquier caso, la carne humana era un manjar para ellos. «La comían con tanta reverencia y con tantas ceremonias y melindres como si fuera alguna cosa celestial», narra Fray Diego Durán en su 'Historia de las Indias de Nueva España y islas de tierra firme'. Los prisioneros eran enjaulados y cebados «hasta que estuviesen gordos para sacrificar y comer», según describe Bernal Díaz del Castillo en su 'Historia verdadera de la conquista de la Nueva España'.

Los propios españoles eran también vistos con ojos apetitosos, como confesaron a Andrés de Tapia unos indios que acababa de capturar: «Llegados al real dijeron cómo ellos se andaban juntando para nos dar batalla e pelear a todo su poder para nos matar e comernos». El mismo Moctezuma quiso agasajar a Cortés en Tenochtitlán ofreciéndole «guisos de carnes de muchachos de corta edad», y el conquistador fue testigo de que, entre las provisiones de los pueblos que conquistó, abundaban los niños asados.

Los españoles quisieron erradicar estas prácticas, también comunes entre sus aliados zempoaltecas y tlaxcaltecas, pero con escaso éxito, pues «en volviendo la cabeza hacían las mismas crueldades», cuenta Díaz del Castillo.

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