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Imponente. El 'MSC Seaside', atracado en el puerto de Miami, listo para levar anclas e iniciar su singladura caribeña.
Así funcionan por dentro los mayores cruceros del mundo

Así funcionan por dentro los mayores cruceros del mundo

Al 'MSC Seaside' le bastan doce horas para despedir en Miami a 5.336 pasajeros, recibir a otros tantos y cargar las provisiones para ofrecer una fiesta de siete días por el Caribe

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Miércoles, 18 de septiembre 2019, 00:55

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Siete pitidos seguidos por un octavo persistente. Es la señal que ningún capitán quiere emitir y que ningún crucerista quiere escuchar. Si la megafonía del barco escupe esa sinfonía monótona, Neptuno no lo quiera, uno tiene que soltar el daiquiri, salir de la piscina a calzón quitado, correr a su camarote y enfundarse el chaleco salvavidas. La otra posibilidad consiste en ignorar el aviso y relajarse con los lamentos del violinista más cercano. En el caso de que solo suenen tres pitidos largos, no es preciso abandonar el bistec sobre el plato y al crupier con la ruleta girando. El barco ha perdido un pasajero. El clásico 'hombre al agua' de las películas. Esta es una de las primeras cosas que una persona de secano aprende nada más poner el pie en uno de los colosos de acero que surcan los mares con miles de turistas a bordo para practicar zumba, gritar «¡línea!», jugar a los bolos, lanzarse en tirolina o hacer su bautismo de tepanyaki, mecidos por el océano. Otra, la omnipotencia que se apodera de una cuando se encarama al puente 19 y toda una flamante ciudad como Miami, un archipiélago artificial atestado de mansiones, palmeras y yates en la trasera de la legendaria South Beach, se achica ante uno de estos gigantes del mar.

Hoy la contemplan cuatro, atracados en fila india. Su puerto de cruceros, el más importante del mundo -su supermuelle puede albergar a la vez hasta una decena de estos megalodones- bulle en las horas previas a levar anclas. El 'MSC Seaside' ha atracado a las siete de la mañana procedente de una singladura de una semana por el Caribe Oriental. A las siete de la tarde, se pondrá de nuevo en ruta para emprender una travesía de idéntica duración por el flanco Occidental. En apenas doce horas -su única tregua periódica desde su botadura, hace veintidós meses- debe despedir al pasaje, borrar las huellas de su paso por allí, recibir a la nueva remesa como si estuviera de estreno y cargar su bodega con todo lo necesario para que, además de la tripulación -1.413 personas de 40 nacionalidades-, la friolera de 5.336 viajeros procedentes de Kansas City, Dusseldorf, Bombay, Trento, Salvador de Bahía, Copenhague, Lyon o Barbate- coman y beban como si a su regreso a casa les aguardara un cartilla de racionamiento.

Un ejército de limpiadores

Unicamente la presencia de cinco tráilers estacionados a los pies del barco proporciona una tímida pista de la frenética macrooperación que se lleva a cabo, a contrarreloj, barco adentro. Alex Dinu, el oficial al cargo de la limpieza, está a punto de desplegar a su legión de 255 trabajadores por las áreas comunes, las piscinas y los camarotes. De ellos, una treintena se empleará a fondo en la lavandería. Un gigantesco túnel con cinco tambores industriales y otras tanta secadoras se pondrá a todo gas para lavar 1,2 toneladas de sábanas y manteles. «Por suerte, disponemos de una máquina que dobla hasta 2.500 toallas a la hora», presume este rumano que sin llegar a los cuarenta ha dado la vuelta al mundo cuatro veces. «¿Si la tecnología falla?», repite y se santigua. «Me doy a la fuga», rie su broma.

A eso de las 11.30 horas, mientras los hombres y las mujeres de Dinu aspiran moquetas y desinfectan baños, la nueva hornada de pasajeros comienza ya a subir a bordo. Lo hace a través del puente cinco, que les conduce directamente hasta el maximalismo setentero. Esto es, un 'lounge' de cuatro alturas con pantallas panorámicas en cada una de ellas, paredes adornadas con enormes jirones de acero inoxidable, techos espejados, decenas de focos azules rotatorios y un bar de coctelería con escolta de lujo. Lo flanquean doce tramos de escaleras hechas a base de peldaños-mostrador que custodian miles de piedras Swarovski. Ni la más grande de las vedettes del 'Moulin Rouge' soñó jamás con un descenso de semejante relumbrón. Sobre las cabezas de los mixólogos que se afanan coctelera en mano, un DJ en acción pincha música disco a todo volumen. En la extravagante recepción del 'MSC Seaside' todo parece indicar que la icónica discoteca neoyorquina 'Studio 54' ha reflotado, nunca mejor dicho, cuatro décadas después. «¡Esto es un crucero al Caribe!», justifica sonriente una relaciones públicas.

A escasos metros del psicodélico recibimiento, en el despacho del hotel manager -un cargo confuso tras el que se parapeta, en realidad, la segunda autoridad del barco después del capitán-, el napolitano Andrea De Vicentis coordina y supervisa la actividad relativa al alojamiento, la plantilla y la sala de máquinas. Prácticamente todo menos pilotar la nave recae sobre él. Para explicar cómo una ciudad flotante de semejante envergadura puede ponerse en marcha en tiempo récord pulsa la pantalla de su móvil. Aparece el mecanismo de un reloj analógico. Pulsa de nuevo y la amalgama de piezas comienza a rotar en distintos sentidos y en diferentes cadencias. «Se consigue así, operando con esta precisión 24 horas al día. Y si todo va suave, todo va bien», afirma lacónico y sin pestañear al otro lado de su mesa. Sobre su cabeza, una pantalla muestra el paseo por el Atlántico, en tiempo real, del ciclón tropical 'Gabrielle', un telonero de segunda del mortífero 'Dorian'.

Afuera, cientos de pasajeros hacen cola frente a los dispositivos distribuidos por el 'lounge' para asociar las pulseritas que les han facilitado con sus tarjetas de crédito. Otros deambulan a la deriva por las tripas de neón y mármol del 'MSC Seaside', agarrados a cócteles fosforitos con pajita y sombrilla de papel. Michaela Morae, una rumana afincada en Benidorm, a la que la ciudad mediterránea se le ha quedado «pequeña», se prepara también para levar anclas y emprender su segunda semana como dependienta en un crucero. «Apliqué hace dos meses y ahora me voy a tirar aquí siete meses seguidos», comenta sin saber bien qué esperar de la embarcada.

45.000 huevos y el Mosad

A las dos de la tarde, la tripulación anuncia que los camarotes están listos para ser ocupados y los ascensores se colapsan. Uno de los mejores momentos a bordo se produce cuando, después de superar un laberinto de boutiques, cines en 3D, simuladores de Fórmula 1, 'gelaterías', gimnasios y hasta una galería de arte, una se las arregla para llegar a su puente, su pasillo, su camarote con balcón y se encuentra a solas, por fin, con su pedazo de mar. El flechazo es instantáneo y la pasión solo irá a más cuando el buque se ponga en marcha. La visión cenital de los remolinos de espuma corriendo hacia atrás por los laterales del barco es una experiencia adictiva. Casi tanto o más que dejarse aturdir por el sonido crujiente de las olas rasgadas por el casco.

Antony Bandini no está para relajarse. Este robusto militar de la Marina estadounidense retirado tras su paso por Irak y Afganistán debe supervisar en el muelle la recepción y el férreo control de temperaturas de 45.000 huevos, 25.000 kilos de pollo, 20.000 de carne, 50.000 de vegetales, 17.000 barriles de cerveza... Una pantagruélica cesta de la compra de medio millón de euros que no puede descongelarse en el trasiego. «En esta época del año, la de más actividad ciclónica en el Atlántico, llevamos de más por si el barco tuviera que desviarse unos días de su ruta y no pudiéramos desembarcar», cuenta el responsable de comida y bebidas, mandamás de un pelotón de 800 chefs, camareros, 'bartenders' y ayudantes de cocina, que ha encontrado una similitud entre los cruceros y la guerra: «Nunca hay que subestimar a nadie».

En la parte sumergida del barco, a ocho metros por debajo del nivel del mar, Krivic Neven, el ingeniero de máquinas, y su equipo de doce oficiales, ocho electricistas y siete técnicos de aire acondicionado revisan los indicadores de un panel. Corresponden a cuatro generadores eléctricos que deben suministrar la energía suficiente para que una colosal hélice propulse la nave y la legión de turistas instalados en los dieciocho puentes superiores puedan disfrutar de luz y de una atmósfera fresca. En las manos de este croata fajado en buques de carga durante veinticinco años está un equipo de 50.000 caballos de vapor, al que le va a exigir la producción de 62.000 kilowatios, y los estabilizadores de la nave. «Llevamos a bordo niños y gente mayor, más proclive a marearse si el mar se pone un poco bravo. Cuando eso ocurre, los desplegamos. Miden unos ocho metros de largo y son como las alas de un avión, ayudan a nivelar la nave y que se mantenga así», explica de forma gráfica. Al pasaje, el bamboleo no le gusta ni en la pista de baile.

Fuegos artificiales virtuales

En proa, el comandante de la nave, Francesco Di Palma, un marino de Sorrento hijo de un ingeniero de barcos, que acumula cinco lustros de experiencia como capitán, se dirige al puente de mando para repasar la maniobra de salida con seis oficiales y un marinero. «El procedimiento es similar al de un avión que se prepara para despegar», asegura. «Aquí, en Miami, tiene su complejidad. Es un canal estrecho y la salida a mar abierto es una zona de fuertes corrientes que entran de manera transversal, lo peor para un barco. Sin embargo, la maniobra más delicada para una embarcación de esta envergadura y estas características es saber exactamente cuándo hay que parar máquinas. No hay freno».

- ¿Cómo le hace sentir ser el responsable de la vida de seis mil y pico personas?

- Igual que si llevara a una persona a bordo.

Por el momento un personaje anónimo para el pasaje, al día siguiente habrá tortas para fotografiarse en cubierta con el inmaculado comandante.

En las bodegas de la nave ya no cabe un flotador. Entre equipajes, aprovisionamiento y combustible, suman más de 500 toneladas de peso. En la 'control room', el israelí al mando de veinte agentes de seguridad entrenados también por el Mosad está listo para detectar cualquier situación anómala que registren alguna de las 1.200 cámaras instaladas a bordo. En la sala de ediciones se preparan para imprimir 2.500 folletos con la programación del día siguiente -qué restaurantes habrá operativos, el código de vestimenta sugerido para la cena, el espectáculo que se representará en el teatro, las ofertas comerciales del día, los especiales, como un encuentro de 'singles' o fuegos artificiales virtuales...- en los siete idiomas oficiales del barco: inglés, español, italiano, alemán, francés, portugués y chino. Así, cada víspera.

Una ligera vibración en los pies y la huida hacia atrás emprendida por las grúas del puerto lo anuncian. Hemos soltado amarras. Son las siete de la tarde. La gran piscina central y los puentes que la abrazan se abarrotan de cruceristas exaltados con la majestuosa salida. La música tecno atrona desde los bafles y la gente brinda, baila, sonríe y se autorretrata. Los rascacielos del distrito financiero de Miami se achatan con parsimonia mientras el sol del atarceder, una naranja incandescente, se cuela entre ellos. Alfonso Pollare, 25 años, y Diana Langella, uno menos, se matan a besos y a selfis a contraluz. Han cerrado unos días su pizzería en Sicilia para celebrar su viaje de novios a bordo. «¿Qué puede haber mejor que un crucero por el Caribe?», desafían pletóricos. Zarpamos. Nos esperan un pedacito de Jamaica, Grand Cayman, México y Bahamas.

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