«¡El bebé está vivo!»
El superpoblado Pakistán lucha para que sus recién nacidos sobrevivan. Arrastra la tasa de mortinatos más elevada del mundo: 42 de cada mil nacimientos no salen adelante
LOURDES PÉREZ
Viernes, 28 de diciembre 2018, 00:45
El bebé, diminuto y aún sin nombre, duerme acurrucado en el regazo de su madre. En Pakistán, donde los patronímicos se deciden en familia bajo ... el reinado de los hombres, se cuidan de identificar antes de tiempo a los recién nacidos. La muerte ronda a las parturientas en este infradesarrollado, contradictorio, desigual y también fascinante país de 200 millones de habitantes, en el que la población no para de crecer pese a estar lastrado por el índice de mortinatos más elevado de la comunidad internacional. Mortinato es una rara y hermosa palabra que encierra un significado terrible. Describe a los niños que nacen muertos. Unicef amplía el término para denunciar y combatir la tragedia colectiva que se esconde tras los 42 pequeños, menores de un mes, que fallecen de media por cada mil nacimientos. Una devastación que no resulta irremediable como una plaga de la naturaleza, sino que puede enjugarse con una pastilla de jabón y con leche materna. Porque hay lugares en este mundo donde un gesto tan mecánico y doméstico como lavarse las manos, donde un gesto tan instintivo y ancestral como amamantar a una criatura, es capaz de obrar el milagro de la vida. El milagro de la supervivencia.
El bebé de Asma, el bebé aún sin nombre, duerme al calor de la piel de su madre y de una rudimentaria estufa encendida en medio del bochorno ambiental del noviembre paquistaní para que la sala de prematuros del Services Hospital, en Lahore, mantenga una temperatura de 25 grados. El niño nació hace cuatro días, a la semana 33 de gestación. Pesa apenas un kilo y 800 gramos, un cuerpo tan delicado y quebradizo que conmueve tan siquiera rozarlo. Su madre, un ama de casa de 22 años originaria de un barrio rural de esta urbe que bulle como un panal con diez millones de almas, se siente feliz. Feliz de su estreno en la maternidad porque ha logrado alumbrar a su hijo. Porque «está vivo», relata con voz queda. Cuesta hacer hablar a las mujeres humildes de Pakistán, y más con la trabajosa traducción de ida y vuelta del inglés al urdu, la lengua oficial del país. Pero sus palabras resuenan como una exclamación espontánea de alegría y alivio.
El parte médico, redactado a bolígrafo en un folio, no especifica por qué se adelantó tanto el primogénito de Asma. Nueve de cada diez bebés que fallecen en Pakistán lo hacen por complicaciones en el parto -una de las más comunes, que al neonato no le llegue oxígeno suficiente-, por infecciones severas y por prematuridad. Si cada muerte de un niño representa un desgarro sin sutura posible, que el 80% de las que se contabilizan en los registros paquistaníes sean evitables con un puñado de medidas elementales, epidérmicas, sobrecoge. Y conviene tomarse esos registros con cautela, porque podrían resultar incluso peores: la informatización generalizada de los datos continúa siendo hoy tal quimera que las estadísticas aparecen apuntadas en pizarras de colegio.
Rubeena Sohail Doctora «Es muy frustrante que mueran tras haber sobrevivido al primer mes» Akbar Ali Director de hospital «Salvar a los niños es una responsabilidad nacional»
El silencio envuelve el drama cotidiano de las familias que pierden a uno de los suyos. En muchos clanes, los niños siguen naciendo en casa; en hogares que en las zonas más depauperadas de Lahore -la capital del Punjab, la región avanzada del país- carecen de agua potable y en las que los cables de electricidad comunitarios cuelgan temerariamente en las calles polvorientas sin asfaltar. En no pocos casos, las infecciones se convierten en letales porque se retrasa al límite el traslado de las embarazadas a alguno de los cuatro hospitales públicos con que cuenta la metrópoli; dar a luz en un centro privado cuesta alrededor de mil dólares, cantidad inalcanzable para la gran mayoría de unos ciudadanos empobrecidos. Las ambulancias escasean casi tanto como la conciencia de que una mínima higiene salva vidas. Como la formación de las matronas y las insuficientes enfermeras, la lactancia justo después del alumbramiento o el 'método canguro', la 'piel contra piel' entre madre e hijo que Unicef trata de extender como un salvavidas natural junto a las autoridades sanitarias del país.
La ONG para la infancia aconseja que los bebés tomen el pecho en sus primeros seis meses de vida. La lactancia ha pasado en el Services Hospital del 50 al 90% en los dos años de aplicación del programa y el 'método canguro' ha reducido a nueve los mortinatos entre los 553 recién nacidos que han pasado por la unidad, un modelo en la región. Nasrim se abraza a su hija, otro bebé que todavía no tiene nombre. A diferencia de Asma, con la que comparte la austera habitación de prematuros, ella sí accede a fotografiarse con su hija. Si entre nosotros lo difícil es retratar a los niños y más si les aqueja algún mal, en Pakistán son las mujeres las que se resisten a ofrecer su rostro a la cámara. Los hombres no se dejan ver en los paritorios. Sí menudean en los pasillos y en las escaleras del hospital, salas de espera de circunstancias por las que transita una muchedumbre con la efervescencia de las calles atoradas por un tráfico enloquecedor y una polución agobiante. Hay fiereza en algunas miradas y un runrún constante. También una suerte de autocontrol -¿la resignación forzosa ante la falta de expectativas?- con el que la vida fluye en medio de las penurias.
Y las mujeres no han perdido la capacidad de sonreír. Lo hace Nasrim, con los labios pintados para las extranjeras que la contemplan con la curiosidad invasiva del primer mundo. Su hija nació hace tres días; un latido arropado por tan solo un kilo y 700 gramos al que aguardan cinco hermanos, todos ellos alumbrados en casa. Nasrim tiene 32 años y si éste es su bautismo en el hospital es porque ingresó con una hipertensión inquietante para ella y para su bebé. La misma preeclampsia que sufría la tercera paciente de esta sala, Rabia, que solo desea que su pequeño Ali -él sí tiene ya identidad- crezca como «una buena persona». Muchas paquistaníes son madres de proles numerosas en un entorno hostil. Y ello las envejece en la flor de su juventud.
Los ojos de la desnutrición
Pakistán es un lugar peligroso para nacer y más si se nace mujer. El país constituye «una prioridad» para Unicef porque suma buena parte de los indicadores que desatan las alarmas en la comunidad internacional: la mortalidad infantil, la desnutrición, los cinco millones de niños menores de diez años sin acceso a la escuela, un presupuesto ínfimo en Sanidad y Educación para la envergadura de las demandas sociales... Cuando la visitante se maravilla de lo guapos que son los pequeños de pelo azabache y ojos cristalinos, alguien recuerda que esa mirada casi de color hielo puede ser fruto de la deficiente nutrición: la mitad de los pequeños por debajo del lustro no come ni bien ni lo bastante. «Es muy frustrante perder un bebé. Pero aún es más frustrante que acaben muriendo después de sobrevivir al primer mes», se duele la doctora Rubeena Sohail, ante un 'power point' con historias de prematuros a los que el hospital ha logrado sacar adelante.
La supervivencia pende en Pakistán de la habilidad para persuadir a las familias de que no pueden acariciar a un recién nacido con las manos sucias. O de que no desprecien el calostro, la «leche amarilla» que en los hogares anclados en el pasado se sustituye por té o por miel. La reivindicación de la lactancia como profilaxis frente a la muerte es incuestionable para las profesionales que trabajan en el Services Hospital, sorprendidas de que, entre nosotros, haya parturientas que necesiten refuerzo externo. «Creemos que eso es un mito. Es imposible que la leche de una madre sea de mala calidad», zanjan con la fe que encara cada día pruebas al límite.
Parsa Batool tiene apenas tres meses y lleva una semana ingresada en la sala de nutrición del Nawaz Sharif, otro de los hospitales públicos de Lahore. Pesa 2,8 kilos y batalla contra una infección respiratoria que le impide ganar peso. Sus facciones se transparentan en un rostro cerúleo, con unos ojos almendrados que angustian. Es el tercer bebé de Fatima, una mujer de 37 años que también conserva una sonrisa mientras cuenta cómo se llama la pequeña y cómo ha acabado en el centro hospitario. Como las del resto de madres, sus respuestas son cortas en charlas apresuradas, en las que incomoda importunar ante semejante trance vital. Pero Fatima cabecea amable y da mimos a ese bebé cuya suerte es una incógnita mientras se teclean estas líneas.
La mirada ajena se detiene lo justo frente a esas incubadoras que parecen deberle décadas al progreso. Como evita hacerlo más de la cuenta con las condiciones del paritorio de otra época, de otro mundo, del BHU Dograi Kallan, el equivalente a un ambulatorio en una comunidad rural de Lahore. Arrancó en 1972 con 5.000 pacientes en un radio de 20 kilómetros, pero el 'boom' poblacional ha disparado esa cifra hasta los 30.000. Hace apenas un par de horas que Igra, una joven de 24 años, ha alumbrado aquí a su tercera criatura, una niña también sin nombre. Ha sido un parto deprisa y corriendo -Igra se sintió mal y acudió al centro conduciendo la moto de su marido, sin imaginar que estaba a punto de parir-, con un desenlace afortunado. Tanto que en seis u ocho horas las enviarán a ambas a casa asistidas por las 'ladies health workers', las trabajadoras formadas en las comunidades vecinales con las que la sanidad paquistaní trata de cubrir sobre el terreno carencias mayúsculas. «Para todos los pueblos, sus niños son lo más importante. Salvarlos es una responsabilidad nacional», cierra el doctor Akbar Ali, director del Nawaz Sharif.
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