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Los parques del tétanos en España

Los parques del tétanos en España

Los descampados urbanos ofrecían un montón de posibilidades a niños y adolescentes. Desde jugar con neumáticos y marcar goles entre dos piedras, hasta el amor, las peleas, los cigarrillos y el motocross

carlos benito

Martes, 16 de agosto 2016, 00:02

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Cuando contemplamos el plano de una ciudad de nuestros días, solemos encontrarnos con una trama apretada y sin mellas, como una mazorca espléndida a la que no le falta ningún grano. Los aparentes huecos reflejan plazas, zonas verdes, espacios que al fin y al cabo están tan urbanizados como las manzanas de viviendas: son, como mucho, una naturaleza domesticada, salpicada de columpios y toboganes, de artilugios para que los pensionistas ejerciten sus músculos, de bancos, de fuentes, de pérgolas, de pedacitos de civilización.

Pero no siempre fue así. A partir de los años 50, el éxodo rural obligó a las ciudades a dar un repentino estirón, igual que adolescentes desgarbados que de pronto no saben muy bien qué hacer con sus extremidades: la población urbana, que rondaba el 40% del total en 1930, se acercaba al 80% a principios de los 90, y ese salto brusco no podría haberse producido sin nuevos barrios periféricos, que prolongaban las ciudades de manera muchas veces anárquica, sin ese orden meticuloso del plano perfecto como un mosaico. Dentro del trazado urbano se iban abriendo grandes vacíos, tierras de nadie, espacios intermedios entre la naturaleza y la ciudad: eran los descampados. Y, para muchos niños y adolescentes de aquellas décadas, representan un espacio mítico de la infancia, el escenario de largas tardes y de eternos veranos sin playa ni montaña.

En extinción

  • Hoy los descampados urbanos nos suenan a país en desarrollo, pero aún sobreviven algunos en nuestras ciudades. La artista aragonesa Lara Almarcegui ha centrado su obra en catalogarlos y documentarlos. «Los escasos descampados urbanos que nos quedan merecerían una ley que los protegiese», apuntan los arquitectos Xavier Monteys y Maria Rubert en un ensayo.

Muchas veces, la frontera del descampado con el auténtico campo era difusa y discutible, ya que el vecindario inmediato solía incluir huertas y corrales donde dormitaban caballerías. En otras ocasiones, algunas partes del terreno iban degenerando hacia la condición de vertedero, pero eso, lejos de restarles potencial como espacio de juegos, no hacía más que incrementarlo: nunca parecía faltar algún neumático, con infinitas posibilidades en la orografía accidentada de las campas, ni tampoco un asombroso surtido de clavos herrumbrosos, que tantas veces obligaban a administrar urgentemente la inyección contra el tétanos. A día de hoy, ya adultos, seguimos intrigados por el tétanos, aquel enemigo siniestro e invisible que nos acechaba en nuestros juegos: en lo que va de este siglo, y gracias a las vacunas, España no ha registrado ningún caso en niños, pero todos los años suele morir algún anciano por su causa.

El descampado era un parque de juegos ideal, adaptado a todas las edades. Los más pequeños podían dedicarse a explorar geografías fantásticas, hurgar con palos en agujeros o desenterrar huesos misteriosos. Más tarde llegaba el reino del balón, con dos piedras grandes para delimitar las porterías, y también el de las peleas, donde se encontraba uso a las piedras más pequeñas. Y, ya en la adolescencia y la juventud, el descampado se prestaba al amor, a los cigarrillos, al motocross y, ay, también al mortífero fulgor metálico de las navajas y las agujas. «Los descampados eran lugar de reunión y de juego evoca Jacobo Delgado, guionista de Cuéntame. Los niños pasaban las tardes rodeados de ruinas, coches abandonados, hierros oxidados y maleza. En los 80 hubo que añadir otro elemento al atrezo: las jeringuillas. En la serie, el descampado nos ha dado muchísimo juego, sobre todo para las tramas infantiles de Carlos. El descampado y el camión abandonado son iconos de Cuéntame».

«El puto paraíso»

La gente del cine y la televisión se ha mostrado particularmente sensible a la nostalgia por las campas y por esa costumbre remota de bajar a jugar en la calle. Un buen ejemplo es Santiago Tabernero, que en su película Vida y color recuperó el ambiente de su barrio de la infancia, situado en uno de los extremos de Logroño, entre las vías del tren, la cárcel, el psiquiátrico y un convento: «Era el puto paraíso, un espacio de leyenda», ha descrito. También es el caso del actor Daniel Guzmán y su debut como director, A cambio de nada, donde retrata sus correrías por Aluche, en Madrid, repartidas entre las motos, el grafiti y la delincuencia de poca monta.

Guzmán tuvo la suerte de poder rodar en el descampado de su niñez, que continúa ahí, como una insólita reliquia de épocas más salvajes. ¿También Jacobo Delgado tuvo descampado? «Yo fui niño en los 80 y enfrente de mi colegio, en Valladolid, había un descampado enorme. No solo jugábamos allí, recuerdo que el colegio organizaba actividades en él. Una vez, una pandilla de chavales mayores me robaron un balón de reglamento. ¡Todavía me dura el disgusto! En quinto de EGB me cambié de colegio y dejé de frecuentar la zona, pero hace poco volví por allí y en lugar del descampado no hay un parque, sino un bloque enorme de pisos. En eso de construir bloques de pisos por todas partes no hemos cambiado tanto».

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