El año que no tuvo verano
El sol quedó oculto por las cenizas volcánicas del Tambora, las cosechas se perdieron y el frío llenó los caminos de ciudadanos hambrientos. Ahora se cumplen dos siglos del peor estío conocido
borja olaizola
Jueves, 30 de junio 2016, 01:05
Ha pasado a la historia como el año que no tuvo verano. En 1816 hizo tanto frío que casi todas las cosechas se malograron y ... el planeta se llenó de gente hambrienta que se echó a los caminos en busca de algo que meterse en la boca. Un velo de cenizas volcánicas procedentes del monte Tambora (Indonesia) se interpuso entre el sol y la superficie terrestre e hizo disminuir las temperaturas de forma drástica: el estudio de los anillos de los troncos de los robles europeos revela que 1816 fue el segundo año más frío en el hemisferio norte desde 1400. Además de impedir el calentamiento de la Tierra, las cenizas alteraron la tonalidad de la atmósfera: dieron lugar a crepúsculos y amaneceres de apariencia fantasmagórica que sembraron la inquietud en la población y fueron reflejados por artistas como el británico William Turner.
Las erupciones volcánicas son el fenómeno natural que más influye en el comportamiento del clima. Las toneladas de cenizas y dióxido de azufre que expulsan los cráteres en el apogeo de su actividad están detrás de buena parte de las anomalías meteorológicas que se conocen. «Cuando la erupción alcanza grandes magnitudes se forma una enorme columna que inyecta directamente las cenizas en la estratosfera», observa el escritor y estudioso de la meteorología Vicente Aupí. «Dado que en la estratosfera no se producen fenómenos como la lluvia y el viento, capaces de dispersar con rapidez las cenizas como ocurre en las capas más bajas de la atmósfera, se quedan allí estables durante meses y forman un velo que retiene las radiaciones solares y frena el calentamiento de la corteza terrestre».
Eso fue exactamente lo que ocurrió después de que una colosal erupción sacudiese en abril de 1815 el monte Tambora, un volcán situado en la isla indonesia de Sumbawa. La explosión, la más violenta de los dos últimos milenios, duró cinco días y acabó con la vida de unas 80.000 personas. Los científicos que han reconstruido aquel cataclismo calculan que las entrañas del Tambora expulsaron a la atmósfera millones de toneladas de cenizas y de dióxido de azufre que se elevaron hasta formar una columna de 32 kilómetros. Lejos de desaparecer, las partículas se fueron extendiendo hasta formar una suerte de gasa que recubrió buena parte del globo terráqueo.
Saqueo de grano
Las consecuencias del fenómeno empezaron a hacerse perceptibles en la siguiente primavera. Como los rayos de sol llegaban sin fuerza, grandes extensiones de tierras de labranza seguían aún congeladas cuando llegó la época de la siembra. El hielo y la nieve se prolongaron hasta bien entrado el mes de junio en el hemisferio norte. Los campesinos contemplaban el espectáculo con los brazos cruzados, a sabiendas de que nada bueno podía llegar de algo así. Los peores presagios se cumplieron y los precios de los alimentos no tardaron en duplicarse y triplicarse. En 1816, la Revolución Industrial aún no había llegado, así que la práctica totalidad de la población dependía de lo que proporcionaba el campo.
Con la entrada del otoño las cosas empeoraron porque no había nada que recoger. La falta de calor, que había arruinado los cultivos de cereales, impidió que madurasen viñas y frutales. La hambruna se generalizó de tal forma que los caminos se llenaron de partidas de campesinos hambrientos en busca de algo que echarse al estómago. En Francia y Gran Bretaña se produjeron serios disturbios como consecuencia de los saqueos de almacenes de grano. Suiza, el país más perjudicado debido a su altitud, declaró el estado de emergencia nacional. El fenómeno tuvo menor incidencia en España, a pesar de que los registros de las producciones agrarias de aquel año constatan un sensible descenso en todos los apartados.
El volcán Tambora desencadenó así lo que algunos historiadores conocen como «la última gran crisis de supervivencia del mundo occidental». El cambio de tonalidad de la atmósfera generó además una gran inquietud entre una población atemorizada por los que presagiaban el fin del mundo. El anecdotario sitúa en aquel año el origen de figuras de ficción como Frankenstein o Drácula, crecidos en la imaginación de un grupo de escritores reunidos en una villa de Ginebra. El tiempo era tan malo, que artistas como Lord Byron y Mary Shelley se entretenían contando historias de terror, narraciones que se convirtieron en el embrión de estos personajes literarios. Otras erupciones, como la del Krakatoa (1883) o la del Pinatubo (1991) también tuvieron efectos notables en la meteorología, aunque no alcanzaron ni de lejos los de aquella explosión que dejó al planeta huérfano de sol durante más de un año.
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