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El presidente que todos querríamos tener

El presidente que todos querríamos tener

Guapo, feminista, buen orador, yogui y boxeador. El primer ministro de Canadá es el político de moda: ha reubicado a 25.000 refugiados, a los que recibió en el aeropuerto, y le acaban de hacer una película

icíar ochoade olano

Domingo, 10 de abril 2016, 12:18

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Ahora que Europa vuelve a desenrollar sus viejas alambradas para acorazar su perímetro sur, ahora que exhibe su eficacia organizativa para deportar a los refugiados de guerra, ahora que apenas lleva 700 exiliados reubicados en su territorio de los 160.000 que en septiembre se comprometió a acoger en el plazo de dos años, entran ganas de adoptar a un oso grizzly, beberse a morro todo el sirope de arce de la tienda ecológica de la esquina y comprar un billete sin escalas ni retorno a Canadá. Sí, a ese territorio desmedido solo los rusos viven más holgados, poblado por gentes risueñas vean si no un capítulo de Just for laughs y en el que rara vez ocurría algo digno de ocupar una columna en la prensa del Viejo Continente hasta que llegó él, el mandatario diez.

La perfección, decía Benedetti, es una pulida colección de errores. En línea continua con el poeta uruguayo, la regla de tres dice que Justin Trudeau, del Partido Liberal, encarna al auténtico mister imperfect. Que tarde o temprano acabará patinando, está cantado, pero hasta la fecha se mantiene doncella y con todos sus atractivos, que son muchos, incólumes. Y es que frente a los jerifaltes más o menos insípidos y previsibles de Occidente (al menos, desde que Varoufakis y su Yamaha 1.300 salieron del foco), el país de origen anglofrancés se ha dotado de un primer ministro de aspecto atlético, atractivo irresistible, espíritu conciliador, notable destreza oratoria, practicante de yoga y boxeo, «orgulloso» feminista, jefe del primer gabinete de gobierno paritario conocido allá arriba y predicador de valores como la libertad, la diversidad y la compasión. Una exótica bicoca con aptitudes de bailarín para rematar y que no duda en acudir al aeropuerto de Toronto, remangado y sin corbata, a dar personalmente la bienvenida a los asilados, como si estuviera abriendo la puerta de su casa a los vecinos para disfrutar juntos de la barbacoa dominical.

«Salen de los aviones como refugiados, pero caminan desde esta terminal como residentes permanentes de Canadá», declaraba con una sonrisa relumbrante casi tanto como la de Obama después de colocar a varios niños sirios unos abriguitos suministrados por su propio gobierno para protegerles del primer sopapo ártico. No ha podido estrechar la mano a todos. Y es que de los 25.000 que prometió reubicar en su país mientras hacía la campaña previa a su inapelable victoria electoral del pasado 19 de octubre, 25.000 ya han emprendido una nueva vida en el techo de Estados Unidos, un país que, todo sea dicho, admite a más de 200.000 inmigrantes legales cada año. En cualquier caso, además de guapo y carismático, les ha salido cumplidor. Ni sus propios paisanos dan aún crédito a lo que les ha tocado. De hecho, dos de ellos se han apresurado a filmar una película sobre su particular John Fitzgerald Kennedy. La han titulado God save Justin Trudeau. Arranca así: «Desprovistos de un líder y de fondos, los liberales estaban dados por muertos. Un hombre cambiará el curso de la historia».

Los cineastas Eric Ruel y Guylaine Maroist han recurrido a un pasaje real de la vida del apuesto dirigente para explicar su contundente pero inesperado desembarco en el 24 de Sussex Drive de Ottawa, tras cortar de cuajo una década de gobierno conservador bajo la batuta del antipático Stephen Harper. Un lugar, La Moncloa canadiense, muy familiar, por cierto, para Justin Trudeau. No en vano, cuando nació, el día de Navidad de 1971, su padre, Pierre Trudeau, era el primer ministro del país. Y no uno cualquiera, sino uno capaz de enamorar a Barbra Streisand, de cimentar el federalismo, el bilingüismo y el multiculturalismo como señas de identidad de su país, y de concitar en su funeral a Jimmy Carter, Leonard Cohen y Fidel Castro.

  • Católico de izquierdas

  • Aunque se declara católico, el líder del Partido Liberal matiza que cree «en los principios comunes de todas las religiones» y admite su conflicto con algunos dogmas de la Iglesia, como que «alguien que no haya sido un sincero católico practicante en vida no pueda ingresar en el cielo». Además, Trudeau, que se define como un «orgulloso» feminista, defiende el aborto.

  • Calcetines piratas

  • A los canadienses les gusta todo de su nuevo primer ministro. Incluido su fondo de armario de calcetines. Consciente de las simpatías que cosecha allí por donde pasa, Trudeau procura dar de qué hablar con sus discursos y también con su peculiar selección de medias, a base de calaveras de colores con los huesitos cruzados o, más patrióticos, con la hoja de arce roja, emblema de su país.

  • 6

  • veces ha fumado marihuana, según ha declarado públicamente. Una de ellas, siendo ya primer ministro. Apoya su legalización.

  • Un cuervo tatuado

  • Posiblemente más de un político español tenga algún tatuaje en su cuerpo, pero se cuidan de mostrarlo. A Justin Trudeau no le cuesta quitarse la camiseta y mostrar el suyo, en el hombro izquierdo. Cuando tenía 23 años, mandó grabarse un globo terráqueo, que a los 40 hizo que convirtieran en un cuervo de los Haida, una comunidad indígena de la Columbia Británica, la provincia más occidental de Canadá.

Con esa conspicua sombra alargada sobre sus hombros, su primogénito afrontaba, una noche de marzo de 2012, una pelea pugilística organizada con fines benéficos. Lo hacía entonces en calidad de candidato liberal a primer ministro por Papineau (uno de los distritos electorales con menos peso). En la esquina opuesta del ring, Patrick Brazeau, alias nudillos de cobre, una musculada mole, cinturón negro de kárate y senador del Partido Conservador. Con un oponente de esas trazas, ni en Terranova daban un dólar por «la París Hilton de la política canadiense. Así se le consideraba», rememoran los autores de la cinta. Sin embargo, el superávit de ego y confianza del Apollo Creed de la derecha, frente a la determinación y al ágil juego de piernas del Balboa quebequense, obraron lo insospechado. «Todos le subestimamos. Por eso, el hecho de que ganara aquella pelea, lo que fue una sensación en Ottawa, se ha convertido con el paso del tiempo en una metáfora perfecta de la política canadiense de los últimos tiempos», promocionan los cineastas.

Studio 54 y Mick Jagger

En calzones y con una sudada victoria, Justin Trudeau emprendía así una meteórica e imparable carrera electoral que le ha conducido hasta la presidencia. Un logro que no solo se debe a sí mismo por fraguar una campaña puerta a puerta. También a su madre, la díscola Margaret Sinclair, más interesada en romper la pista de Studio 54 y en alternar con Andy Warhol y Mick Jagger que en ejercer de primera dama, pero quien le enseñó a trabajar su inteligencia emocional para empatizar con tenderos y monarcas. Aun así, si hay una razón para explicar su ascenso a la jefatura de la única monarquía parlamentaria federal de América con permiso de su reina, Isabel II, esa es el hartazgo supino de los canadienses con el estilo áspero y desintegrador de su antecesor, el conservador Harper, una especie de Bush a la canadiense.

Superada la conmoción inicial del éxito en las urnas, el nuevo mirlo blanco de los liberales, un licenciado en Literatura inglesa y Educación que ejerció como profesor de matemáticas y francés, se ha ido metiendo en el bolsillo tnto a sus compatriotas como al resto del planeta. No solo por sus hechuras de estrella de cine también ha trabajado como actor, sino por sus decisiones: como configurar su ejecutivo a base de un cincuenta por ciento de mujeres y de una variedad cultural sin precedentes. Así, reclutó a dos miembros de la comunidad sij, a una refugiada de origen afgano y a una aborigen canadiense para su gabinete. Todo ello regado con mensajes como «liderazgo es unir a personas de todas las visiones», «los conservadores no son nuestros enemigos, son nuestros vecinos» o «tengo fe en nuestros conciudadanos porque son gentes amables, generosas, abiertas de mente y optimistas». Detrás, eso sí, una potente maquinaria mediática a su servicio las veinticuatro horas para difundir cada movimiento presidencial.

«Siento que vuelvo a estar en aquel país que abrazaba a todas las razas y condiciones sexuales, y que me enamoró por ello cuando me instalé aquí, a finales de los sesenta», cuenta a este periódico el suizo Claude Bigler, desde su casa en la Columbia Británica, presa de la Trudeaumanía que arrasa al país. El viento sopla a su favor. Ahora le toca echar el freno al cambio climático, bajar los impuestos de la clase media, aumentar los de los ricos un 1%, mejorar las relaciones con los pueblos nativos y destensar la cuerda con sus vecinos del Sur.

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