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La prisión de la Santa Muerte

La prisión de la Santa Muerte

Un recluso del cártel del Golfo mandaba en la cárcel mexicana de Topo Chico, donde han sido asesinados 49 internos. Tenía cama ‘king size’ y tele de 50 pulgadas

carlos benito

Miércoles, 2 de marzo 2016, 00:57

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Los mexicanos lo suelen llamar autogobierno, y formulado así no suena tan mal, pero en realidad es un cruel mecanismo de violencia y miedo. En las cárceles del país norteamericano, el autogobierno es lo que ocurre cuando no manda el alcaide, ni los guardias, ni ninguna autoridad externa: el poder lo tienen los presos, o mejor dicho unos cuantos presos, que establecen su ley despiadada para someter a los demás y coaccionar a sus familias. Dentro de la enorme penitenciaría estatal de Topo Chico, en Monterrey, el jefe era Jorge Iván Fernández, el Credo, un narco del cártel del Golfo arrestado como parte de una banda que confesó medio centenar de homicidios. El Credo no vivía nada mal en prisión: disfrutaba de cama king size, televisor de 50 pulgadas y baño de lujo, mientras la mayor parte de los presos duermen en celdas que parecen agujeros negros, sin luz ni ventilación, sobre desnudas literas de hormigón o incluso en algún rincón del suelo. Sus hombres tasaban a cada recluso con ojo experto y le asignaban un precio de miles de euros: era lo que tenían que pagar sus parientes a cambio de que no lo matasen allá dentro.

Pero el plácido retiro de el Credo se complicó hace cuatro meses, cuando un juez ordenó el traslado a Topo Chico de Pedro Salvador Saldívar, conocido como el Z-27 o Comandante Flaco, un cabecilla de Los Zetas encerrado hasta entonces en una cárcel federal de alta seguridad, como aquella de la que se escapó el Chapo Guzmán. Los Zetas, que surgieron como brazo armado del cártel del Golfo y después se escindieron de la organización, tienen la nefasta reputación de estar entre los más violentos de los violentos, así que la llegada del nuevo reo permitía presagiar problemas muy serios. El pasado día 11, el Z-27 y sus secuaces el Pescado, el Cochiloco, la Liebre, el Comando 28, el Sigi... prendieron fuego a las despensas y desencadenaron un infierno de tres horas que dejó 49 cadáveres: apuñalados, linchados, molidos a palos, decapitados, abrasados... Tras la batalla campal, la Policía encontró 120 pinchos de fabricación artesanal, 86 cuchillos y 60 martillos que se habían empleado como armas.

Ofrendas de bebida

El motín ha permitido atisbar hasta dónde llegan el descontrol y la corrupción en algunas cárceles mexicanas. En Topo Chico había saunas, aparatos de aire acondicionado, cintas de correr, incluso algún acuario, y los presos que manejaban la prisión habían establecido 280 puestos de alimentos y un bar decorado con frescos de la Santa Muerte. La macabra figura, tan venerada por los narcos, era una presencia obsesiva en el penal, salpicado por cientos de altares donde le presentaban ofrendas de bebida, tabaco y droga. Ni siquiera faltaban las estatuas a tamaño real.

«Tristemente, la tragedia de Topo Chico no es sorprendente», explica a este periódico Leslie Solís, investigadora en materia penitenciaria de la organización México Evalúa. La cárcel de Monterrey servía como buen ejemplo de los inquietantes vicios del sistema: «Un número importante de prisiones tienen autogobierno, el personal de seguridad y custodia es insuficiente, hay presencia de sustancias y objetos ilícitos, hay privilegios y no se garantizan condiciones dignas. Los internos están en ambientes de corrupción, violaciones de derechos, maltrato y violencia», enumera. En México, sometido desde hace años a una escalofriante escalada de criminalidad, la mano dura de las autoridades ha derivado en cierto abuso de las penas de cárcel: más del 60% de los internos ha cometido delitos menores y en torno al 40% está en prisión preventiva, sin que exista separación entre los ladrones de poca monta en el motín mataron, por ejemplo, a Erick González, preso por haber robado el equipo de música de un coche y los encallecidos esbirros del crimen organizado. En Topo Chico se apretaban 4.585 internos, cuando está construida para un máximo de 3.635, pero en el país hay centros con ocupaciones que cuadruplican o incluso quintuplican su capacidad.

El Z-27 y el Credo, como buenos peces gordos, salieron vivos de la revuelta. Y eso que, al segundo, el caos le pilló con la guardia baja: en aquel preciso momento, estaba acompañado por una mujer.

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