Cosecha del 72
La nueva capitana de España en la Copa Davis es una enamorada del vino. Conchita Martínez colecciona botellas y organiza jornadas donde marida el tenis con la gastronomía
fernando miñana
Viernes, 24 de julio 2015, 02:20
Conchita Martínez, como muchos jóvenes, bebía vino únicamente por compromiso. Cuando la ocasión lo requería, se refugiaba en una copa de blanco suave o en ... un rosado fresquito. Hasta que un año se marchó de viaje con unos amigos por los châteaux de Burdeos. La campeona de Wimbledon, como siempre, le daba sorbitos a un caldo blanco cuando, fruto de la curiosidad, quiso probar el tinto con el que parecían deleitarse sus acompañantes. Era un Château Latour de 1964 y jamás olvidará el sabor que anegó su boca.
Una a una
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Sus pasiones
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El tenis
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Ha hecho de todo ganar 33 títulos y 5 veces la Copa Federación como jugadora, dirigir a España en la Copa Davis (hombres) y en la Copa Federación (mujeres), convertirse en la directora de un torneo en Marbella (Andalucía Tennis Experience) y hacer de comentarista en la televisión.
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El vino
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Es una apasionada de la enología. Prueba los vinos de todos los lugares que visita y colecciona botellas en una amplia bodega en su casa. Le gustan los vinos «con carácter, redondos pero potentes». De Ribera del Duero, el Priorat, Toro, Castilla La Mancha y los nuevos Rioja «sin tanta barrica».
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Las motos
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Otra de sus aficiones son las motos. Tiene una Honda Shadow 750 y el día de su retirada, el 15 de abril de 2006, el torneo de Valencia, del que es accionista, le regaló una Harley Davidson Heritage Springer. Se la llevó todo un tetracampeón del mundo de motociclismo como Jorge Martínez Aspar.
No se sabe si la capitana del equipo español de Copa Davis descorchó algún vino ruso en Vladivostok como es su costumbre cuando visita un país. Pero sí es seguro que regresó de esta remota ciudad al este de Rusia, última estación del Transiberiano, casi en Corea del Norte, con un regusto muy amargo. Conchita Martínez (Monzón, Huesca, 43 años), una histórica del deporte patrio, no fue suficiente para enderezar el rumbo a la deriva de aquel equipo que ganó cinco ensaladeras en 12 años y que, ahora, tras el traspié de Vladisvostok, luchará ante Dinamarca por no caer a los infiernos de la Davis.
La aragonesa ha heredado un problema enquistado. Las estrellas escurren el bulto por culpa de un calendario asfixiante y, encima, la situación, algo tensa, se desmadró por el conflictivo pulso que echaron el presidente, José Luis Escañuela, y Gala León a los pesos pesados del tenis algunos de ellos de borrachera el sábado por la noche en Toledo para celebrar la boda de Feliciano López. Y después de varios meses minados de descalificaciones, apareció Conchita, con un prestigio a sus espaldas suficiente para apagar el fuego.
También adoctrina a las mujeres en el equivalente femenino de la Copa Davis, la Copa Federación. Y su empatía con Garbiñe Muguruza ha sido determinante para reclutar para la causa española a esta tenista nacida en Venezuela, que hace unos días estuvo muy cerca de emular a su amiga en Wimbledon, un hito reservado hasta ahora en nuestro país, cuando se habla de mujeres, a Conchita Martínez.
Desde aquel trago inolvidable de Château Latour, la aragonesa se ha enomarado de la enología. «Aquello me pareció delicioso. Fue mi despertar al vino», recuerda en el blog La Mancha Wines. Ahora, años después, es toda una experta en todo tipo de caldos. Y en cada viaje aprovecha para conocer una nueva variedad. Como hace unas semanas, cuando estuvo en Requena (Valencia) con su amiga María José Llorca, otra extenista, visitando una bodega.
Su afición no tiene fin. Y así se lo reconocen en el gremio. Conchita fue nombrada Embajadora del vino en la Feria Nacional que se celebró en mayo en Ciudad Real. Además, organiza rutas de vino (y gastronomía) y tenis. Y en su casa, en Barcelona, disfruta de una amplia bodega atiborrada de puntos Parker y viejas añadas. Su vida discurre entre este chalet a las afueras de la Ciudad Condal y su casa en San Diego (California), donde pasa algunas temporadas.
Todos estos caprichos los ha conseguido por su obstinación baturra. La hija de Cecilio, un contable segoviano, y Conchita, una ama de casa de Binéfar, se marchó de casa a los 13 años para perseguir sus sueños. La víspera de su 34 cumpleaños dejaba el tenis después de haber disputado más de mil partidos (739 victorias y 297 derrotas), con 33 títulos individuales, 13 de dobles, 3 medallas olímpicas y aquel título de Wimbledon en 1994, ante ese cíborg llamado Martina Navratilova, a quien privó de un décimo plato. Fue una exquisitez para el deporte español.
Cuando Conchita rememora aquella gesta, arranca toda la épica. Asegura que estaba más nerviosa por la reverencia que tenía que hacer ante Lady Di que por enfrentarse a una leyenda sobre la histórica hierba de Wimbledon. Y aunque ya hay puntos que han caído en el olvido, ella siempre destaca, fresco el recuerdo, que lució un hermoso vestido en el baile de los campeones una ceremonia en la que realmente ya no se baila junto a Pete Sampras.
Dieciocho años como profesional repletos de altibajos. Quién se lo iba a decir a aquella niña de 9 que se asomaba desde la cocina de su casa en Monzón, en el barrio obrero de Hidromito, para ver las dos pistas de tenis donde jugaban su padre y sus dos hermanos, Roberto y Fernando. Un día pidió que le dejaran la raqueta y comenzó a golpear la bola contra un frontón. Ya no volvió a soltarla. Siempre iba a pelotazo limpio por la cocina, el pasillo, su cuarto...
Reportaje de Interviú
Hasta que un entrenador del pueblo, José María Sanvicente, le vio posibilidades y comenzó a entrenarla. Aunque su trabajo le obligaba a hacerlo por la noche y a veces la niña, todo entusiasmo, se iba a la cama pasadas las doce. Ella tenía claro que quería ser tenista y no le importaba el precio. Por eso pasó tres años en la residencia Blume, luego en la academia de un Manolo Orantes que nunca estaba, en Lérida...
Luego se cruzó en su camino René Stammbach, un millonario suizo que se la llevó a Leuggern, un pueblo minúsculo de su país, para que se entrenara con el holandés Eric van Harpen, el clásico técnico de raqueta y látigo. Allí, en aquel lugar de 500 habitantes, se levantaba a las siete y se acostaba a las diez y media de la noche. De sus días con Van Harpen se llevó un ascenso hasta el puesto 40 de la WTA, el dominio del inglés y el alemán, y un revés a una mano como el de su admirada Gabriela Sabatini. Pero un día se hartó de aquella vida monacal y se marchó.
Su entrenador, entonces, alimentó un reportaje en la revista Interviú en el que afirmaba que Conchita, realmente, le había dejado por una lesbiana. Fue un duro golpe para aquella joven introvertida e insegura que se abstraía del mundo devorando las intrigantes novelas de Agatha Christie y las películas de Harrison Ford.
Conchita no se rindió. Nunca lo ha hecho. Ni lo hará en la Copa Davis. Y eso le permitió levantar decenas de trofeos y alcanzar el número dos del tenis mundial. En 2006 su cuerpo dijo que se acabó. Y el 15 de abril anunciaba su retirada sin una lágrima. Lo hizo en el CTValencia, durante la celebración del torneo ATP del que es accionista. Los organizadores, entre los que estaba Juan Carlos Ferrero, que conocía su afición por las motos, le prepararon una sorpresa. Al final de su discurso apareció Jorge Martínez Aspar, el tetracampeón del mundo de motociclismo, subido a una Harley Davidson Heritage Springer. Un obsequio de 1.250 centímetros cúbicos que aparcó junto a su Honda Shadow 750.
Dejó atrás el tenis y sus manías, como volver a sacar con la misma bola con la que había ganado el punto, o lavarse en la misma ducha de la anterior victoria, y se centró en dos objetivos: convertirse en entrenadora y en comentarista de televisión. «Era muy tímida, pero se ha soltado y ahora es buenísima», afirma Manuel Poyán, su compañero en las retransmisiones de Eurosport. Es una analista concienzuda cuando era tenista tenía libretas con detalles de sus rivales y con carácter, como los vinos tintos que ahora le emocionan, de Riber del Duero, del Priorato, de Toro... Conchita Martínez, cosecha del 72.
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