Cuando la fe atraviesa montañas
Once templos, excavados en la roca viva y que se remontan al siglo XIII, ungen a Lalibela como el corazón africano del cristianismo
SERGIO GARCÍA
Martes, 2 de junio 2015, 01:38
Quien haya visitado el Santo Sepulcro de Jerusalén habrá reparado en las luchas intestinas entre confesiones cristianas y en el oropel que adorna las capillas ... de católicos, coptos, sirios o armenios. Pero es en el tejado donde buscan a Dios los más humildes entre los humildes: los ortodoxos etíopes, descendientes, dice la tradición, de Salomón y la reina de Saba, una estirpe de fe inquebrantable, templada por desastres naturales, hambrunas y plagas que parecen sacadas del Antiguo Testamento. Para descubrir el yunque que ha modelado su devoción hay que viajar al sur, a los valles encajados entre montañas que se extienden al sur de Eritrea, una tierra salpicada de acacias y ficus que sobrevuelan en círculos los buitres y cauces resecos a los que bastan las primeras lluvias del monzón para convertirse en torrenteras. Las chozas de paja y las casas de madera y estiércol se asoman a los caminos terrosos, por donde transitan en un goteo constante las mujeres uncidas como bestias de carga con bidones amarillos con los que recorren decenas de kilómetros. Un lugar agreste y duro, una penitencia en vida.
Hubo un tiempo en que Lalibela, situada a 2.500 metros de altura, fue capital del país, aunque ahora apenas sobrepase los 15.000 habitantes y los hoteles pensados para el turismo extranjero convivan en precario equilibrio con la pobreza generalizada. Quien venga buscando los legendarios árboles de incienso y mirra tendrá el mismo éxito que con los ríos de leche y miel. Las montañas están cubiertas de matorrales y espinos y, aquí y allá, algunos parches de color verde. Pero el desánimo le durará poco. Lalibela es uno de esos lugares mágicos, donde la espiritualidad se impone a todo y uno se cree transportado por una máquina del tiempo. Los once templos rupestres monolíticos que dan fama internacional al lugar y que son Patrimonio de la Humanidad suponen una experiencia inolvidable. Fueron excavados que no construidos en una sola pieza en la roca volcánica y rojiza que asoma por doquier. Cuenta la leyenda que los mandó levantar el rey Lalibela después de que su hermano intentara asesinarle y pasara por muerto tres días. Dios le mostró en sueños la ofrenda que más le complacía y, cuando volvió a la vida, le faltó tiempo para poner a trabajar a todos sus súbditos a las órdenes de un arquitecto indio. El faraónico proyecto se completó en sólo dos décadas, aseguran los sacerdotes que custodian su interior «porque relatan sin asomo de ironía a la noche los ángeles retomaban las obras».
La edad de oro de Lalibela vino, paradójicamente, de la mano del mayor descalabro que sufrió la Cristiandad en esa etapa oscura que se llama Medioevo. Cuando Saladino arrebató Jerusalén a los cruzados, sus puertas se cerraron a los peregrinos. La ciudad se convirtió entonces en el lugar al que se dirigían las miradas de los ortodoxos etíopes, que hallaron en este rincón y en la vecina Axum donde, cuentan, se conserva el Arca de la Alianza su santuario más emblemático. El resultado es un complejo de templos comunicados por pasadizos y trincheras de una belleza apabullante, como Medhane Alem (la más grande), Santa María (la más antigua), Gólgota (donde se supone enterrado el rey Lalibela), Emanuel (que sirvió durante siglos de capilla real) o San Jorge (la más alta, de cruz griega).
Desde primera hora de la mañana, los más devotos recorren la pendiente de baldosas que conduce a San Gabriel, para diseminarse después por prados y riscos asomados al abismo, entre letanías que parecen surgir del corazón de la tierra. Los más rezagados beben kezz, una hidromiel hecha con lúpulo, y comen injera, una especie de crep hecho de masa madre que utilizan para acompañar absolutamente todo en este país. Van vestidos con humildad, envueltos en telas de algodón blanco de las que asoman libros de oración, por lo general escritos en geez, el latín de los etíopes, un idioma semítico utilizado para las celebraciones litúrgicas pero desconocido para la mayoría de la población, que en esta región habla amárico. Besan con auténtico éxtasis las cruces repujadas que les ofrecen los sacerdotes, mientras grupos de músicos ponen banda sonora a los salmos y alientan la efervescencia de esa marea humana que confía en que el Más Allá les ofrecerá todo lo que se les ha negado en esta vida.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión