1.650 balas para encender una revolución
Se cumplen cien años de la masacre de Amritsar, donde la orden del general Dyer de disparar contra una multitud de civiles dio alas a la lucha de Gandhi por la independencia
SERGIO GARCÍA
Viernes, 19 de abril 2019, 01:14
No es un jardín al uso, al menos no uno al que acuda la gente para admirar arrietes de tulipanes ni bancadas de orquídeas. De ... hecho, si uno se fija, el césped está poblado de calvas y algunas bolsas de plástico se arrastran a trompicones hasta encallar en un árbol de Banyan, las raíces colgando de las ramas como guedejas y el tronco retorcido como un alma en pena. Es Jallianwalla Bagh un lugar donde los vivos acuden en masa para rendir homenaje a los muertos, donde el eco de sus gritos viaja a través de océanos de tiempo. Lo hacen para comprender por qué las cosas son como son y no de otra manera.
Este patio de Amritsar, la capital del Punjab, al que se accede por un angosto pasadizo de paredes rojizas, fue escenario de una de las páginas más infames del Imperio británico, escrita por el general Reginald Dyer al amparo de un decreto que prolongaba el estado de excepción en vigor durante la Primera Guerra Mundial. Nadie se pone de acuerdo sobre el número de víctimas de la masacre, de la que el próximo sábado se cumplen cien años, grabada a fuego en la memoria de la hoy mayor democracia del mundo. Fuentes oficiales británicas hablaban de 379 muertos y un millar de heridos, mientras que los cirujanos que acudieron al rescate calculaban en más de mil solo los fallecidos.
Un guardia entrado en carnes, el pelo ceñido por un turbante sij y la camisa cuajada de condecoraciones, brinda el paso en el mismo punto donde, para disgusto de Dyer, quedaron atascados dos vehículos blindados pertrechados con ametralladoras. Entraron 90 soldados, entre gurkhas y baluchis, armados los primeros con los temibles 'kukris' de hoja curva y todos con rifles Lee-Enfield. En el interior, los muros muestran todavía los impactos de bala. Los visitantes se fotografían en el memorial y dirigen sus pasos hacia el pozo aderezado como un templete, el mismo al que se arrojaron cientos de víctimas aterrorizadas por las descargas indiscriminadas contra la multitud de civiles, entre ellos mujeres y niños, que había osado saltarse la ley marcial. Diez minutos de fuego a discreción hasta agotar el suministro de 1.650 balas. El horror.
El brutal episodio no tardó en saltar de un lado a otro del planeta pese a los esfuerzos del Gobierno británico por ocultar las bajas. Mientras personalidades como el escritor Rudyard Kipling ensalzaban el celo de Dyer por aplastar la «rebelión» y haber «salvado» la India, Winston Churchill, a la sazón secretario de Estado para la Guerra, hablaba de «un acontecimiento monstruoso, sin precedentes ni paralelo en la historia moderna del Imperio». Lo ocurrido abrió un debate inédito y galvanizó a la sociedad india, condenada desde siempre a ser convidada de piedra en su propio país. La matanza alumbró a una figura emergente, Mohandas Gandhi, el abogado de Guyarat educado en colegio británicos y fajado en la racista Sudáfrica; el apóstol de la resistencia civil no violenta, el hombre capaz de derrotar a divisiones de tanques sin más ayuda que una rueca y una testarudez legendaria.
De colonia a potencia nuclear
La India de hoy, la misma en la que conviven satélites y programas nucleares con la pobreza más absoluta, es heredera de esa colonia de tintes victorianos, de cipayos y trenes a vapor con los techos cubiertos de desheredados en busca de una vida mejor en las grandes ciudades. Amritsar es un buen ejemplo. Próxima a Lahore, en la frontera con Pakistán, es el feudo de los sij, religión monoteísta que contrasta con el panteón de dioses hinduista. No es demasiado antigua, al menos no al estilo de Benarés, y apenas sobrepasa los 400 años.
Es una ciudad de peregrinación. Millones de devotos acuden desde todo el mundo para visitar el Templo de Oro, al que se llega por un pasillo estrecho en medio de un estanque de aguas bendecidas. Allí, custodiado entre paredes de mármol y techos refulgentes -se emplearon más de 400 kilos de hojas de oro para recubrirlo- se guarda el Granth Sahib, el libro sagrado. Largas colas se forman desde las siete de la mañana para acceder a su interior, todos con la cabeza cubierta y los pies descalzos. Es el triunfo de la fe más incondicional, mientras las familias acaudaladas se afanan en las cocinas para preparar un rancho a base de sopa de legumbres con que reconfortar a los más necesitados.
En Amritsar, el laberinto de calles es como un bazar inmenso donde sastrerías y talleres se alternan con restaurantes vegetarianos y puestos callejeros de comida humeante, donde el aceite se estira y estira y el olor a fritanga y a 'mouton burra' -cordero- lo invade todo. Y más templos, como el Durgiana Mandir, sospechosamente parecido al de los sijs; o el Mata Lal Levi, donde los fieles se tumban en el suelo forrado de alfombras entre ofrendas de frutas, mientras esperan turno para adorar a Shiva, a Khali o a Ganesh, el dios de la abundancia, de cuerpo humano y cabeza de elefante.
Amritsar es también el lugar indicado para pulsar la crispación que preside las relaciones con el vecino Pakistán. A 36 kilómetros está Wagah Border, la frontera próxima a Lahore donde todos los días se celebra la izada de las banderas, aderezada con desfiles militares aparatosos hasta lo cómico. La multitud se arracima en sendos anfiteatros, en lo que es una ceremonia de reafirmación que ambos gobiernos se esfuerzan por mantener dentro de un orden, pero donde ya se han producido atentados, como el que en 2014 costó la vida a sesenta personas cuando un adolescente hizo detonar su chaleco cargado de explosivos. Si Gandhi levantara la cabeza...
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