30 minutos, toda una vida con la Aurora
El albaicinero Antonio Cuenca, fiscal de paso de la Virgen de la Aurora, vive su primera estación de penitencia como jubilado tras muchas décadas dedicadas a la hermandad
En el templo vacío, en la mañana de este Jueves Santo, Antonio Cuenca, fiscal de paso de la Virgen de la Aurora, duda. «¿Los grifos? ... Creo que son 30 minutos desde que el capataz llama para levantar el paso hasta que puedes parar de nuevo. Más o menos. No estoy seguro», dice. Es difícil establecerlo. Entre San José y San Gregorio, los ejes se comban. Tiempo y espacio son dimensiones con las que juega un palio que es blanca llama en el Albaicín.
Su día empezó en el Fargue, donde ahora vive. Anoche dejó el coche aparcado junto a la Cuesta de la Lona para facilitar el regreso, así que a la iglesia llegó en autobús con el primero de la mañana. El barrio sigue siendo su barrio, pero es otro distinto. En la plaza donde antes se sentaban los niños a esperar la cofradía solo aguardaba un turista al llegar. Nadie más. Antes la rampa se colocaba el mismo día de salida. Era un espectáculo para los chiquillos ver a aquellos hombres colocando los paneles sobre los escalones de piedra desgastada a la entrada del templo.
Ahora, mientras el periodista le pregunta cómo es pasar la estrechez, cómo es cargar a la Virgen a la que le ha dedicado tanto tiempo y esfuerzo en ese punto de extrema dificultad, duda y el eco de la nave vacía de la iglesia le devuelve a otro Jueves Santo, uno distinto. No son los grifos, pero sí San José Alta. Una casa, un balcón, un niño que observa tras la reja. El paso está cerca y una mujer, la madre, abre las puertas del hogar. «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará...». La Virgen de la Aurora llega y la nube de incienso inunda las habitaciones. El palio brilla como una antorcha encendida en la calle. Los varales van y vienen, péndulos de plata que se alejan y se alejan antes de regresar al balcón del que sale una mano pequeña para rozar el metal.
Antonio Cuenca lo ha sido todo en la cofradía: monaguillo, nazareno, costalero y vocal de la junta de gobierno
Un instante, el eco y otro Jueves Santo, otro sol. Es San José Alta, la misma casa, la puerta abierta, la mujer en el dintel y la nube de incienso del Perdón adentro, en cada estancia. El niño ya no está en la reja. De los corralones se asoman los vecinos para verle pasar. Sigue siendo el Albaicín vivo de la infancia porque puede nombrar, una a una, las familias que habitan las viviendas. Están todos para ver esa mano que salía para acariciar el varal y ahora agarra fuerte uno de los zancos. Arriba alumbra la Aurora como un cálido fuego.
Suena el llamador antes de llegar a la estrechez. En un pestañeo, el palio estaba en el hogar y ahora sobrepasa ya los viejos muros de la iglesia de San José. Es un Jueves Santo más. El hombre sigue bajo el palo, pero también es alguien distinto. Se lo recuerdan las rodillas, que crujen cuando el capataz pide ir a tierra para pasar los grifos. «Son 30 minutos...», piensa. ¿Lo son? Alguien en la fila de atrás le apoya la mano en la espalda. «Aquí estoy», dice el gesto. Es su hijo, que carga la blanca Aurora con él.
Granada espera
Delante, un misterio que no explica la geometría. Está el balcón y un 'zigzag' con final en San Gregorio. Entremedias, un desnivel que hay que salvar con el palo pegado al hombro o las manos elevadas para mantener en equilibrio el paso. Tarea de titanes. El ojo dice que es un giro imposible, que el palio no cabe, pero luego contempla cómo palpa las paredes sin llegar a fundir la nieve de la Aurora con la cal. El reloj se detiene o avanza. Ya no se sabe. Abajo van el hombre y su hijo, que, poquito a poco, con llamadas cortas, contando los escalones para medir distancias, atestiguan el milagro. Los grifos quedan atrás y, en la cuesta, Granada espera. Suena el martillo y la cuadrilla, al fin, arría.
El tiempo pasa a un ritmo distinto a través del engranaje de la memoria de Antonio Cuenca, el pequeño del balcón de San José Alta, el de la madre que abre para siempre las puertas al Perdón, el costalero que carga con su hijo a la espalda, fiscal de paso de la Aurora en este Jueves Santo tan especial, el primero de su jubilación.
La cofradía protagoniza uno de los momentos con más sabor al sortear la estrechez de San José
Hoy le acompañarán su mujer, sus hijos, sus dos nietos, todos hermanos de una cofradía que es más que eso, el último latido de un barrio donde ya no se asoman las antiguas familias de los corralones. Ahora vuelven, como él, desde El Fargue en el primer autobús de la mañana o aparcan en la carretera de Murcia desde Armilla, La Zubia o Maracena para rendir pleitesía a la vecina que se quedó en San Miguel Bajo. Ella, pálido encaje de la Aurora.
En la nave vacía del templo, el eco repite la pregunta y Antonio Cuenca regresa de la estrechez donde el tiempo y el espacio son dimensiones con las que juega un palio que es blanca llama del Albaicín. «¿Los grifos?», duda. Puede que sean 30 minutos, pero parece toda una vida.
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