La Vulgata es una traducción de la Biblia hebrea y griega al latín, realizada a finales del siglo IV por san Jerónimo cuando la iglesia ... ya no hablaba griego y fue necesaria una traducción a la lengua oficial del Imperio romano. Fue encargada por el papa Dámaso I y declarada auténtica por la iglesia católica. La versión toma su nombre de la expresión 'vulgata editio' (edición divulgada, dada al público, edición común) y se escribió en un latín corriente en contraposición con el latín clásico de Cicerón que san Jerónimo dominaba. El objetivo de la Vulgata era ser más fácil de entender y más exacta que sus predecesoras. Fue, por otra parte, la Biblia Gutenberg, el primer libro importante en ser impreso en 1456, basado en esta versión.
A abismal diferencia de hoy, los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia no tenían acceso, pues, al adquirir la Biblia ni podían utilizar para su conocimiento los más elementales medios técnicos. Pese a la existencia de varias revisiones en los siglos posteriores, la Iglesia siempre miró hacia atrás a san Jerónimo como modelo. Por el Concilio de Trento en el siglo XVI, la Vulgata Latina se había convertido en la traducción oficial de la Biblia en la Iglesia católica romana. No fue hasta el siglo XX en que los traductores católicos se alejaron de la Vulgata a favor de ir directamente al material original, descubriendo textos similares a los que san Jerónimo usó en el siglo IV.
Viene a colación el presente título de este texto y el comentario sobre las Sagradas Escrituras por la consideración de tema fundamental en la formación religiosa general y, particularmente, en la de los seminaristas del Seminario Menor de la Placeta de Gracia entre los que me encontré, en los años 60, así como la importancia de la adquisición personal de la Biblia por los estudiantes dentro del conjunto bibliográfico formativo de uso individual que se aconsejaba o cuya posesión se añoraba por encima de cualesquiera otras. La composición mínima al respecto estaba formada de la Biblia, el Misal Diario y el Nuevo Testamento (pocos años después en lengua latina y, recientemente, colofón dorado, en griego, en edición trilingüe de la Biblioteca de Autores Cristianos), así como algún libro piadoso.
Tema fundamental era la adquisición de los tales libros religiosos sobre la que no existía método establecido cuando la situación económica familiar no lo permitía, como era mi caso. Aunque las situaciones económicas eran diferentes entre las familias de los compañeros, sí era general y común el mayor acicate personal de todos para acelerar la adquisición del referido conjunto libresco que consistía en urdir hasta donde cada uno podía, las formas imaginadas de acercarse a poderlos poseer. Mi situación económica familiar era muy elemental y, sin embargo, y esto no tan corriente, extremadamente eficaces las posibilidades de búsqueda de recursos de los pocos miembros de mi familia, mi madre y mi hermano, en Granada ya los dos, una trabajando en el Antiguo Hospital de la Tiña donde se incorporó tras la muerte de mi padre, y mi hermano, alumno del primer curso de Filosofía del Seminario Mayor.
La Biblia, pese a tratarse del libro menos utilizado por niños o adolescentes de los escolares citados, a no ser, según mi caso, por la lectura de algún salmo o fragmento del Cantar de los Cantares, fue el primero que poseí, proporcionado por mi hermano. Era de la BAC, con la encuadernación tradicional, algo deformes las pastas pero era la Biblia que ya felizmente poseía; nunca supe cómo la adquirió pero ya tenía en mi poder el libro de los libros. Continuó mi hermano con esta gozosa costumbre de donante bibliófilo y, sin recordar el motivo, me regaló allá por los años 80 la prestigiada Nueva Biblia Española, dirigida por Schökel y Mateos, de Ediciones Cristiandad, Madrid, 1975, que tanta satisfacción me ha producido en el tiempo.
Mi madre, que tanto conocía mi deseo de tener un Misal, no transcurrido excesivo tiempo en el seminario, asomó un día con él en la talega de la ropa limpia que algún compañero confundió con chocolate por su forma y rigidez. Naturalmente no visitó librería alguna para su adquisición sino que haría la petición al capellán del colegio donde trabajaba o a algún otro beneficiado que allí ejerciera la dirección espiritual de monjas o de niñas.
Ansiaba que llegara la misa del día siguiente para seguirla, al fin, con todo rigor y complacencia. Pero, oh desengaño, tras noche de desvelo, al abrirlo en el dormitorio para llevar localizado el día litúrgico, compruebo, ¡ay mísero de mí!, que el ansiado misal… estaba en latín. Pues a resistir, que ya veríamos qué uso le daríamos, que no podría ser otro que el de fingir que era como todos y bisbisear en la lengua de la iglesia romana lo que mis compañeros hacían en la de Cervantes.
El Nuevo Testamento tan leído en el internado comunitariamente en tantas ocasiones e individualmente con tanta complacencia y frecuencia, no demasiado tiempo transcurrido desde su adquisición, lo recordábamos básicamente, y así sigue ocurriendo sustancialmente, de memoria. Dichosa Buena Nueva que nos ha acompañado en nuestro peregrinar como estímulo complaciente de nuestros días.
Sean estas precoces evocaciones de un término, la Biblia, cuyas raíces se hunden felizmente en nuestra peculiar adolescencia con el destello armonioso de resonancias luminosas y sonoras que nos han servido y continuado de referente y saludable compañía.
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