Cada año por estas fechas me visita un colega de la Universidad de Brístol. El tipo, al que aprecio en lo personal y académico, se ... deja caer por aquí con las mejores intenciones profesionales y humanas. De aspecto es un inglés de manual, parecido a esos guiris que aterrizan en Málaga y pueblan la costa. La diferencia es que este señor no hace 'balconing', ni otros alardes imperiales, no se emborracha, no fanfarronea, ni muestra tics victorianos cuando juega fuera de casa. Tampoco farolea con que su ciudad de origen sea una de las más 'cool' de Inglaterra, ni se jacta de que su comunidad universitaria sea dinámica y creativa. Nada de eso. Cuando viene por aquí se hace el jaenero: engulle alcaparrones como si no hubiera un mañana y echa sopas de gran calibre en aceite virgen extra.
Situados ya ante nuestro protagonista, diré que una de las cosas que mejor hace mi colega es callarse los méritos de alguno de sus más renombrados paisanos, como Edward Colston, filántropo y esclavista a un tiempo, quien con el comercio esclavos del XVIII sentó las bases de la actual prosperidad de Brístol, aunque allí de ese pasado nadie habla. Vamos, igual que aquí, con esa fusta de 'autoflagelo' de la leyenda negra española.
En fin. Contaré hoy algo sin importancia ocurrido el día siguiente a nuestro encuentro, concretamente, durante un paseo urbano juntos por la capital del Santo Reino, como gusta en denominar a esta ciudad el bueno de Timothy, que así se llama mi colega británico.
Resulta que fuimos a la Plaza de Santa María para divisar el esplendor de la fachada de nuestra Catedral. Y, torpe de mí, se me ocurrió plantear comparativa entre la seo de Vandelvira y la anglicana sede episcopal de Brístol, antigua abadía de un monasterio agustino, fundada en 1140, ni más ni menos, aunque hasta 1542 no se convertiría en catedral de la diócesis de Brístol, cuya fábrica gótica no negaré que tiene lo suyo, pero no comparable a la nuestra; y no solo porque le falte el triforio alumbrador del espacio central del templo, como es habitual en la arquitectura medieval inglesa, sino porque la jaenera es –en definitiva- más monumental y acabada.
Pero, ya digo, para que se me ocurriría establecer la comparativa, pues mi colega reparó enseguida en el yerbazal, de más de metro de altura, que luce sobre el entablamento de nuestra catedral y asoma grosero a la palestra pública. Sí, todo un asilvestrado tachonado, tan tupido y granado que para su siega exigirá cosechadora.
'Grassland', llamó mi colega a aquello mientras señalaba con el dedo. Yo hice como que no lo veía, pero Timothy se recreó en la suerte y reparó también en los chorreones de suciedad añeja que decoran el entablamento y recorren toda la fachada, y que, por cierto, en el lado opuesto son seña roñosa del friso gótico que faja los arranques del templo en el callejón de los Vélez, y que ahora entiendo porque muchos lo llaman callejón de la Mona.
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