No sé si las nubes que nos visitan estos días traen en sus panzas los ácidos y azufres del volcán de La Palma o los ... efluvios de la jindama de Puigdemont al ser detenido en Cerdeña. Lo que sé es que la tragedia que viven los palmeros –que la ministra Maroto pensó convertir en atractivo turístico– despierta más curiosidad que empatía y eso encorajina. Tampoco sé si este enfado de Vulcano se debe a alguna de las barrabasadas del Gobierno, o es que la Madre Tierra, harta de tanta estulticia como le cae encima, ha decidido ponerse de parto para expulsar todas esas necedades. El invierno pasado Bóreas, el dios del frío viento del norte, nos trajo a Filomena; luego Poseidón, tras empujar tifones y huracanes, que son ya un clásico de los veranos, ha traído las Danas del otoño, que producen riadas como la sufrida esta semana por los vecinos de Íllora y Montefrío. El caso es que el planeta Tierra tiene un cabreo del quince y ha escenificado su enojo vomitando fuego sobre los que menos culpa tienen. Ese es el desconsuelo: que siempre pagan los justos, los buenos, los inocentes. En los informativos no se ven niños. Ni sé dónde los tienen ni con qué cuento les están entreteniendo. Treinta y cinco años después de la estremecedora y larga agonía de Omayra, la niña colombiana que murió atrapada en el lodo tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz, los cámaras y fotógrafos están más comedidos. Pero a veces, como ahora, se pasan de prudentes. Quizá es un veto del Gobierno, que llega al orgasmo cada vez que plasma una prohibición en el BOE. Se equivoca porque vendría bien que nos golpeara el corazón la mirada asombrada de esos inocentes que han perdido para siempre el mundo en que nacieron, que se han quedado sin casa, sin juguetes, sin huerto, sin patio, sin mascotas y sin tierra. Me temo que esta informe masa de egoístas apesebrados en que nos hemos convertido tiene embotada la piel del alma. Seguimos tan obsesionados con la puñetera Covid, que no se siente ni de lejos esa solidaridad espontánea que brotaba de inmediato en este país cuando alguna calamidad azotaba una comarca, una región, una ciudad o un pueblo. Algún mastuerzo dirá que hay ministerios que se ocupan de eso. Haberlos, haylos, pero son de ineficacia probada. De momento solo hemos recibido un cursillo acelerado de vulcanología, con piroclásticos incluidos. No voy a entrar en detalles que soliviantan el ánimo. No quiero comparar la presteza del Gobierno en habilitar alojamiento a los inmigrantes de los cayucos y la lentitud con que se aborda esta catástrofe. Los vecinos de la isla están respondiendo bien, pero Sánchez, tras su doble visita a la isla, se ha limitado a anunciar ayudas inminentes. Anuncios, solo anuncios. No es ineficacia gubernamental, es la constatación del suicidio moral de esta sociedad decadente, hedonista, ignorante y resentida.
De lo que sí se habla es de dinero y de seguros. Más de la mitad de las casas no estaban aseguradas. Las pólizas que amparan a los agricultores cubren inundaciones o vientos huracanados, pero no la furia de Vulcano. Están cuantificando pérdidas, echando números, calculando el costo del desastre. Pero ¿cuánto vale la foto perdida del abuelo? ¿Cómo se mide el dolor? ¿Qué fórmula aritmética convierte la pena en euros? ¿En cuánto se valora esa mirada triste que intenta ver bajo la colada de lava la ventana del dormitorio donde descubrió el gozo del primer amor?
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