El valor de la gratuidad, la alegría de hacer el bien
Todos somos conscientes de que lo verdaderamente humano e importante en nuestra vida reside en la gratuidad: el amor, la amistad, la familia, los hijos, la vida, etc. son realidades más auténticas cuanto son más gratuitas
ENRIQUE GERVILLA
Domingo, 2 de octubre 2022, 00:10
«Mayor felicidad es dar que recibir»
(Lucas, Hech. 20, 35)
En nuestra sociedad, en la que el bienestar material y el hedonismo son ... valores prioritarios para muchos ciudadanos, los voluntarios, los misioneros, quienes trabajan en comedores sociales, y otras muchas personas pertenecientes a las múltiples ONG... dan un ejemplo de lucha contracorriente, digna de resaltar y de elogiar. Muchos ciudadanos movidos por su altruismo o por su fe cristiana, dedican parte de su vida, y de modo gratuito, a colaborar con la cultura, la naturaleza, los niños y ancianos, el medio ambiente, la educación, la ayuda a los más necesitados, etc. Y ¿cuál es su recompensa? Solo el gozo, la alegría y la satisfacción interior de hacer el bien.
El valor de la gratuidad
Un hecho digno de elogiar es el voluntariado. Los voluntarios, por definición, no cobran por su trabajo, ni para sí mismos, ni para terceros por la ayuda prestada. Muchos están integrados en algunas de las múltiples ONG (siglas de Organización No Gubernamental); otros prestan sus servicios vinculados a alguna de las instituciones religiosas o civiles. En muchos ellos subyacen los valores de la cooperación, la solidaridad, la alegría, la ayuda desinteresada y el altruismo.
Sin embargo, hoy no todas las personas entienden que dar y compartir gratuitamente con los demás enriquece la vida y proporciona una sensación de alegría y de paz interior que es la mejor recompensa a su donación. Aprender a dar y compartir es un paso esencial en el proceso de desarrollo personal y mejora de nuestra calidad interior de vida.
Este hecho no es nada nuevo. Ya Séneca, en el siglo IV antes de Jesucristo, fue consciente de este hecho al escribir que «al obrar la justicia la mejor parte de ella vuelve a ella. Todos en absoluto, al favorecer a otro, se favorecen a sí mismos (...) El premio de la buena obra es hacerla». (1966, p. 614). E igualmente Rousseau, en su famosa obra 'Emilio, o De la educación' sostiene que «el primer premio de la justicia es sentir que la practicamos» (1990, p. 318).
También nuestra conciencia, como voz interior y juez personal, gratifica el bien que realizamos y nos acusa cuando obramos el mal. Según la RAE, la conciencia es «el conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios». De aquí las expresiones populares: «Tengo la conciencia tranquila», «me remuerde la conciencia», «tiene mala conciencia», «allá cada cual con su conciencia», «he obrado según mi conciencia»...
En la sociedad consumista «el tener es la medida del ser»
Esta gratuidad del voluntariado es incompresible para el materialista, al otorgar éste un excesivo valor a los bienes materiales, singularmente a la comodidad, al lujo, al placer sensible, al dinero…
Todos frecuentemente oímos la expresión: «Vivimos en una sociedad consumista». Pero hablar de una sociedad consumista no es lo mismo que hablar de una sociedad de consumo, pues en el consumo forma parte imprescindible de la vida. Una sociedad consumista, sin embargo, es aquella en la que las personas consumen, no sólo lo necesario para la vida, sino lo superfluo y de modo compulsivo. El consumismo es, pues, un pozo sin fondo que nunca está satisfecho con lo que tiene, pensando en lo mucho que podía tener. Y en consecuencia, pues, es egoísta e insolidario.
La valoración de la riqueza para el consumismo es tal que a ella también van unida la imagen social de cambio, de poder y de prestigio. Así, con frecuencia, hemos de cambiar de coche, los muebles, la vivienda, la ropa, etc. Lo transitorio vale más que lo permanente. «Usar y tirar» es, para muchos, el lema de nuestra sociedad consumista.
Para quien vive en y para el bienestar material el tener es la medida del ser. El ideal del materialista es contemplar el aumento del dinero y de sus riquezas, olvidándose de la realidad espiritual de los seres humanos, por lo que se encuentra incapacitado para entender la alegría interior del altruista y del voluntario. Y si es verdad que sin la satisfacción de las necesidades mínimas materiales es imposible una vida digna, alegre y feliz; no es menos cierto que solo con la posesión material el ser humano no es plenamente feliz. Junto al cuerpo materia, el ser humano es también espíritu, inteligencia y afectividad. La experiencia nos ratifica que gozamos más intensamente con los bienes del espíritu que con los materiales. El valor de la compañía de una cena, de una excursión, o de una convivencia…, suele ser más importante que la comida o el lugar físico.
Tener y el ser forman parte de nuestra vida. El ser hace referencia a nuestra interioridad, mientras que el tener alude a la posesión material. Sin un mínimo de bienes materiales (tener) es imposible vivir dignamente como persona: el hambriento, el parado, el enfermo, o el sin techo, difícilmente pueden vivir su ser, porque son, sin quererlo, esclavos de la miseria. Pero quienes viven en el consumismo son también, y éstos queriendo, esclavos del tener.
Los bienes materiales, por ser exteriores a nuestro ser, pueden ser substraídos; sin embargo, es imposible robar nuestro ser: la fe, el amor, la sabiduría o la educación... Lo sustancial es que los bienes materiales puedan contribuir a enriquecer nuestro ser. Lo importante no es «vivir para tener», sino «vivir para ser».
Ya el filósofo griego Epicuro de Samos, en el siglo IV antes a. JC., nos manifestó el modo de ser ricos: «¿Quieres ser rico? Pues no te afanes en aumentar tus bienes, sino en disminuir tu codicia» (2005, p. 154).
Lo verdaderamente humano es gratuito
Todos somos conscientes de que lo verdaderamente humano e importante en nuestra vida reside en la gratuidad: el amor, la amistad, la familia, los hijos, la vida, etc. son realidades más auténticas cuanto son más gratuitas. Un amor, una amistad o una familia comprada dejan de ser verdadero amor, amistad o familia.
Frente a las cosas que, en el mercado, valen más si tienen más precio, lo verdaderamente humano no entra en la compraventa. Las personas no somos objeto de mercancía, propio de las cosas, pues lo que afecta a lo más íntimo de lo humano ni se compra, ni se vende. Antonio Machado ya distinguió entre el precio de lo material y el valor de lo espiritual al escribir que: «Todo necio confunde valor y precio» (1991, p. 300).
También Kant diferenció entre el precio de las cosas y la dignidad de las personas: Las cosas tienen precio –pueden comprarse o venderse– los seres humanos tenemos dignidad. Lo que tiene precio puede ser sustituido por otra cosa equivalente, la dignidad es insustituible, por lo que no es posible establecer equivalencia alguna. La persona es un ser que en sí mismo posee un valor absoluto. (1957, p. 92-93).
Conclusión: Dos modos de vida
En síntesis, pues, el ser humano puede optar por un doble modo de vida en el que predomine el materialismo o bien el altruismo, es decir, quien vive con los pies en la tierra y los ojos en el cielo; o bien, quien vive con los pies en la tierra y los ojos en el suelo.
La felicidad, fin último e irrenunciable de todo ser humano, se alcanza con la satisfacción de las necesidades materiales básicas, pero también con la vivencia máxima de la dimensión espiritual: inteligencia, afectividad y respeto a la dignidad humana.
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