A todas las unidades
El pasado jueves un corredor de rasgos árabes eligió un buen lugar para subir de pulsaciones, pues en un radio inferior a un kilómetro tenía varios centros sanitarios
Manuel Pedreira
Sábado, 13 de abril 2019, 01:54
Un hombre de rasgos árabes, más de 1,80 m de altura, vestido con ropa informal y calzado con deportivas se echó un trote a ... mediodía del jueves por la calle Doctor Azpitarte. Lo más normal del mundo. Correr es el deporte de moda. Suena a frase hecha. Como aquella de «siga a ese coche», cada vez que uno se sube a un taxi, ¿verdad?
El planeta entero se ha puesto a correr y a nadie le extraña encontrarse con practicantes de esta sana modalidad deportiva por cualquier rincón, hasta el punto que doblar según qué esquinas se ha convertido en una actividad peligrosa ante el riesgo estadístico de toparse con uno de esos sudorosos corredores, vestidos invariablemente con colores fosforitos.
Nuestro corredor del jueves eligió, además, un buen lugar para subir de pulsaciones pues en un radio inferior a un kilómetro tenía varios centros sanitarios. Nada que objetar a su trote, por tanto, que debió pasar inadvertido para los caminantes de una calle transitadísima a esa hora en un día laborable. El único detalle insólito era que no iba vestido de fosforito, pero ni por esas llamó la atención. Tampoco que corriese esposado.
Ha cundido tanto el pijerío de los artefactos electrónicos entre los corredores que más de uno debió pensar que esos grilletes que parecían grilletes debían servir para corregir un braceo excesivo e ineficiente, o para medir los vatios desarrollados al galopar sin despegar los sobacos.
El chaval, fiel heredero de la brillante estirpe de mediofondistas magrebíes, se escabullió de los guardias que lo perseguían y no ha vuelto a saberse nada más de él. Le quedaba un mes de talego. Y tenía pendientes unos cuantos paseos al banquillo que podían alargar su estancia en el 'resort' de la carretera de Colomera unos pocos años más, razón por la que presumiblemente decidió largarse.
La fuga de un convicto es un gran tema literario y cinematrográfico. Además del túnel excavado con un cortauñas, evadirse durante un traslado al hospital constituye un género en sí mismo. El preso suele fingir una dolencia agravada que no puede resolverse en la enfermería de la cárcel y fuerza su traslado al exterior con la idea de burlar a sus vigilantes y poner pies en polvorosa. Lo llamativo es que algo así, que parece surgido de la mente de un guionista televisivo sin ideas, siga ocurriendo. Que la realidad, una vez más, alimente a la ficción y la derrote.
Hubiese dado lo que fuera por estar allí, en la puerta del centro de salud, para contemplar la escena. Lo habría cambiado incluso por perderme el debate a cinco del día 23. El recluso huyendo de las rejas presentes y venideras. Los guardias, afligidos, llamando por walkie «a todas las unidades, repito, a todas las unidades» y los viandantes, entre estupefactos y divertidos, buscando las cámaras y la silla del director. El presidiario sigue en paradero desconocido. Dicen que lo han visto en la cola del voto por correo. Dicen. Pero yo no me lo creo.
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