Decía Unamuno (30/5/1906: 'El pórtico del tiempo') hablando del desarrollo científico español en comparación con el europeo o norteamericano, en un agrio debate ... con Ortega y Gasset, una frase lapidaria: «Que inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero en que estarás convencido, como yo lo estoy, de que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó». Este desprecio hacia la ciencia, que el filósofo justificaba en el modo de ser español, ha estado muy presente en nuestra historia. Si pensamos en el momento actual, en plena pandemia, cuando la salida se confía a las vacunas inventadas por otros, la afirmación del filósofo vasco-salmantino resulta irritante. Afortunadamente las cosas han ido cambiando y hoy, precisamente a causa de la propia pandemia, la ciudadanía siente la urgencia de potenciar la investigación como motor de desarrollo.
Las campañas de algunos colectivos y medios de comunicación son un buen exponente del prestigio que, en la sociedad española actual, tiene la ciencia. Y confía en ella porque sabe que la investigación es antesala de la transferencia. La ciencia cura y soluciona problemas.
Hacia la sociedad
Sin investigación el conocimiento queda atrofiado, sin posibilidad de transferencia de la ciencia a la sociedad. Desde hace años, la universidad española ha reivindicado que esa relación investigación-transferencia es una necesidad estratégica, y aunque los pasos siguen siendo lentos y los presupuestos para investigación realmente irrisorios, algo comienza a moverse, anunciando un cambio. Hasta donde llegue éste dependerá de la voluntad y la altura de miras de nuestra sociedad, especialmente de nuestros políticos.
Pero entre las áreas de conocimiento, las diferencias son notables y muchos entienden que la transferencia ha de tener un componente tecnológico que solo se refiere a algunas de aquellas áreas, las Experimentales, las Ingenierías de cualquier clase o, en todo caso, las ciencias de la Salud o alguna de las sociales. Soy de la opinión de que la transferencia desde las Humanidades es también fundamental para fomentar esa otra parte del ser humano que va más allá de la Biología o de la productividad. Ocurre lo mismo con la creación artística o literaria: durante la pandemia, en los meses del confinamiento más duro, ¿hubiéramos resistido de la misma manera sin la literatura o la música? ¿y sin la gran ventana que ha sido la apertura virtual de los museos?
La inversión en Humanidades tiene una rentabilidad social inmediata. Algunas de las ciencias que la integran crean riqueza desde el mismo momento de su elaboración, incluso en el propio proceso de elaboración; son sostenibles y generan un efecto multiplicador que enriquece al contexto social exponencialmente. En arqueología las cuentas salen fácil. Hace cincuenta años el patrimonio arqueológico ibero de Jaén estaba integrado por los materiales del Museo Provincial, magníficos pero limitados, por algún sitio intervenido mínimamente, de los que solo la Cámara de Toya había sido restaurada y era visitable con limitaciones. Cástulo era un erial, como Puente Tablas, y el Santuario de Castellar era desconocido, o incomprensible, para los propios habitantes del municipio. Por supuesto, no se conocía El Pajarillo de Huelma y el monumento de Obulco, recién aparecido, estaba celosamente protegido de las miradas de propios y extraños en los fondos del Museo.
De la cultura ibera solo se sabía que, en un lejano pasado, se habían unido con los celtas para crear los orígenes del pueblo español. Había mucho material y mucha información que desde la investigación o desde el continuado expolio, había salido de la provincia para enriquecer las colecciones de museos españoles o europeos, o de muchas colecciones privadas. Las visitas al Museo Provincial eran testimoniales y podían pasarse días enteros con las salas completamente vacías. Su interés social era irrelevante.
El Museo Nacional Ibero
Hoy la cultura ibera, gracias a la investigación y a la apuesta de algunas instituciones, particularmente de la Diputación Provincial, es referencia de esta tierra; ha acumulado un patrimonio extraordinario y es un elemento de identidad, como demuestra el papel que la Asociación Amigos de los Iberos, con Pilar Palazón a la cabeza, ha venido desarrollado en los últimos 25 años. La investigación, especialmente la realizada desde el Instituto de Arqueología Ibera de la Universidad de Jaén, ha convertido el patrimonio ibero en referencia nacional e internacional. La investigación, hecha desde Jaén, con el concurso de otros profesionales españoles o europeos, ha generado espléndidos resultados en materia de conocimiento científico, de autoestima social y ya es un elemento de desarrollo económico a través del turismo. El Viaje al Tiempo de los Iberos ha sido un producto fundamental de la ciencia convertida en recurso. Solo falta, lo que no es poco, el empujón que supondrá el Museo Nacional Ibero. Por eso es tan importante.
La ciudadania responde
Pero en una provincia que presume, con razón, de verde, de sostenibilidad y de ecología, las cosas deben hacerse bien. Durante los meses que llevamos de interminable pandemia, la Diputación, al igual que otras instituciones, debió suspender numerosos actos de diferente naturaleza. Decidió, por el contrario, continuar las actividades vinculadas con el patrimonio ibero, con el desarrollo de los programas 'Que vienen los iberos' y 'Resonancia Ibera'. Y fueron un éxito. La clave era muy clara. Un turismo socialmente responsable, ecológico, respetuoso y sostenible con el medio y el patrimonio, era un modelo que podía continuar, porque no significaba un peligro para la proliferación del virus. La ciudadanía respondió. Y ese modelo no había venido ordenado por las autoridades sanitarias. Estaba en el ADN del proyecto y de la propia oferta cultural desde mucho antes que la palabra covid entrara en nuestro vocabulario y en nuestros miedos. Para 2021 hay previstas 70 actividades con los iberos e iberas de protagonistas.
Probablemente, cuando esto acabe, que acabará, habrá que reflexionar sobre estas cuestiones y sobre la necesidad de aumentar los recursos en la investigación, no para satisfacer a la comunidad científica, a los arqueólogos y arqueólogas en este caso, sino porque esa inversión es social y económicamente rentable. Desde luego, lo que parece claro es que Unamuno no llevaba razón.
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