De soledades
Mi Papelera ·
Solo los fanáticos pueden permanecer de espalda a esta realidad evidente. Solo los malvados alimentan sus egos y bolsillos con el sufrimiento ajenoAdela Tarifa
Miércoles, 19 de agosto 2020, 23:37
Estamos acabando el verano. Pero ya la vida no sigue igual, recordando la vieja canción de Julio Iglesias, cuando decía que unos vienen y otros ... van. Es que en lo de morir todo cambia según las circunstancia; según el modo en que damos el adiós a los que queremos. No es lo mismo morir solo que acompañado. No es igual estar junto al que nos deja en el momento final, poderlo despedir, acariciar y consolar en su enfermedad, a que nos lo arranquen de casa unos sanitarios anónimos vestidos de extraterrestres, lo deposite en una cama de hospital aislado y no volvamos a verlo hasta que un día cualquiera llaman para recoger sus cenizas. Todo esto se agrava cuando la mayoría de estas víctimas eran personas mayores y por ello más indefensas y vulnerables. Particularmente los ancianos que vivían en residencias, a los que, cuando tuvieron síntomas de padecer este maldito virus chino, se les encerró en sus habitaciones, convertidas en prisiones, con órdenes de la autoridad sanitaria para que no se trasladaran a los hospitales; para que se les mantuviera 'ventilados' en sus dormitorios, y se calmaran sus dolores con paracetamol, hasta fallecer. Ni siquiera hay certeza de que les administraran este fármaco a todos, ni oxígeno cuando se ahogaban. Respecto a los residentes no contagiados, tampoco fue fácil rescatarlos cuando algunos familiares se ofrecían a recibirlos en sus casas y cuidarlos allí, una vez que se les hicieran las pruebas pertinentes de no padecer la enfermedad. Es que durante muchísimos días no hubo test para diagnósticos; como no hubo material de protección para sanitarios y otros colectivos de riesgo, quienes se fabricaban sus 'uniformes' con bolsas de plástico, de las usadas para cubos de basura. Faltó hasta lejía y alcohol en algunos lugares, por no hablar de las mascarillas. Eso lo hemos visto, lo hemos padecido. También hemos escuchado las quejas de los responsables de las residencias, acusados de almacenar cadáveres. No fue así. Es que llamaban a los servicios médicos para certificar defunciones y nadie acudía y los servicios funerarios no daban abasto. Mientras esto sucedía, los ancianos supervivientes, la mayoría con su cabeza lúcida, eran conscientes de lo pasaba. Allí soportaban sus miedos, recluidos a la fuerza, solos, asustados, y expuestos a la enfermedad en el mayor foco de transmisión. Para ellos no hubo abogado defensor, solo fiscales que les condenaron a muerte sin una prueba de culpabilidad, salvo la de haber envejecido, y no tener esa casa propia; esa casa que por entonces se convirtió en lema de confort, con un 'Quédate en casa' que hoy nos hiela la sangre.
Sí, es triste, cruel, injusto, disparatado e inhumano lo que hemos vivido durante meses, unos en directo y otros en diferido. Demasiado salvaje esta pesadilla como para que a estas altura de la pandemia, cuando el verano camina al fin, el desastre económico no hace sino comenzar y los rebrotes del CV-19 se multiplican, ni siquiera merezcamos que al fin nos traten como ciudadanos adultos y nos digan, los que la saben, la verdad respecto al número de fallecidos, que es seguramente el doble de la cifra que lanzan los telediarios oficiales. ¿Piensan que somos imbéciles los que falsean estadísticas para arrimar el ascua a su pesebre electoral? Se equivocan. Es que detrás de cada víctima hay un drama. Es que ha pasado tiempo suficiente para que al fin sepamos quienes son los españoles sacrificados durante esta epidemia, con nombres y apellidos. Qué pena y qué indignación tengo. Y qué miedo me da que la palabra perdón sea la menos pronunciada en los parlamento de esta España invertebrada, donde huele a podrido, por mucho que los desinfecten cada vez que allí llegan sus señorías a montar grescas con el único fin de conservar sueldos, votos y prebendas.
Como dijo la única parlamentaria que yo hoy votaría si hubiera elecciones ahora, Ana Oramas, de Coalición Canaria, siento vergüenza. Vergüenza de haber nacido en un país pastoreado por una clase política muy por debajo de los que merece sus ciudadanos. Un país que antes me producía orgullo y ahora me deprime y aterra. Lo afirmo como historiadora, porque es difícil encontrar tan bajo nivel parlamentario en nuestro pasado; salvo en vísperas de la guerra civil, cuando se amenazaba en sesiones públicas a los parlamentarios con asesinarlos, y a la vuelta de la esquina unos matones, con nombres y apellidos, cumplían las amenazas y quedaban sin castigo. Solo los fanáticos pueden permanecer de espalda a esta realidad evidente. Solo los malvados alimentan sus egos y bolsillos con el sufrimiento ajeno. Solo las bestias dejan morir a los suyos como lo hemos hecho nosotros: poblados de miedos y soledades. Dios nos perdone, si puede. Y que cada cual tenga misericordia de sí mismo.
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