Hoy en día cualquier personaje público tiene que demostrar ante todo que es natural. Es el punto de partida. Lo demás no sobra, aunque la ... inteligencia o la cultura están de capa caída, pero lo importante es la autenticidad.
El anhelo por lo auténtico está en auge. El turista aspira a que el castillo medieval transmita la verdad. Y a que los guardias suizos resulten genuinos, lo mismo que los luchadores de sumo o los bailaores flamencos.
Como en general la experiencia respecto a palacios renacentistas, molinos holandeses o dólmenes resulta limitada, la autenticidad se convierte en un artículo de fe, a veces sugestión del guía. La autenticidad no se deriva necesariamente de lo auténtico. Queda asociada a la elaboración mediática.
Aun así, reivindicamos lo auténtico. Creemos en una forma de ser natural, oculta por los engaños de la civilización. Lo mejor es lo auténtico. No impide esto que en el retorno ruralista al campo estorben los cacareos de los gallos, tan madrugadores, y los olores de los cerdos. En ese camino de perfección en que consiste nuestra vida colectiva estamos a la búsqueda la autenticidad.
Resulta fundamental también en el terreno de las imágenes sociales. Quizás no sepamos definirlos, pero compartimos estereotipos. El vasco vasco, el auténtico andaluz, el catalán fanatizado vestido de estelada.
Queremos ser auténticos, despojados de artificialidades y dotados de una personalidad única: es lo que venden las redes sociales. Si quieres llegar a influencer –objetivo principal en las nuevas generaciones– no resultan imprescindibles estudios, aunque sí dar con la tecla. Pues bien: la autenticidad constituye en eso un valor prioritario, sin la cual no hay influencer que valga.
Además, caminamos hacia la producción industrial de la autenticidad.
El concepto cumple un papel público transcendental. Los políticos luchan por demostrar que son auténticos. Es decir, con capacidad de mostrarse tal como son, naturales, espontáneos, familiares, quizás algo rústicos, gusto por subir al monte, apasionados por su equipo de fútbol, aficionados al mar, a la música o lo que sea, al tiempo que avezados intelectuales.
De ahí los apuros que pasan los gabinetes que cuidan a nuestros mandos. Por alguna rara razón, nuestros líderes están reñidos con la autenticidad, los Aznar, Zapatero, Rajoy, Iglesias, Sánchez, Casado et alia. Tendrán grandes méritos (o no) pero emanan un aire artificioso, a veces empalagoso, como vendedores de seguros formados por correspondencia o simplemente robóticos. Con esas joyas los publicistas tienen que dar imágenes de autenticidad. Son unos titanes (los publicistas), si bien no les queda más remedio que hacerles repetir frases hechas, lugares comunes y mostrarlos en situaciones cotidianas, pese a que les cuesta. La imagen del presidente, tan envarado, junto a damnificados, intentando mostrar interés, señala los límites de la ciencia publicitaria.
El temor de sus propagandistas será que los líderes se muestren como son, algunos más sosos que una calabaza y con tendencia a poner el cerebro en blanco. La fabricación de la autenticidad es, hoy por hoy, el arte de la política.
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