El silencio de Granada: esencia de su armonía universal
Parte de Granada es una isla que la hace inevitablemente atractiva y centro del mundo, eclipsando a los divos que los convierte en nada entre las columnas del Palacio del Emperador
José García Román
Sábado, 29 de junio 2019, 01:10
Juan Ramón esculpió en el aire de Granada un cuarteto poético dedicado a Falla, cuya memoria perdura: «Silencio, tiempo, armonía y eternidad». Es la Granada ... cerrada para la soberbia y la arrogancia, y abierta para la humildad y el decoro; es la Granada que ofrece oportunidades a los 'Faustos' ávidos de salvación, y no a los de Marlowe que, obsesionados por la inmortalidad, anhelan conquistar el beso de Helena, y al sentirse fatal e irremediablemente vacíos exclaman: «Tus labios me chupan el alma». Lo explica magistralmente Unamuno. Afortunadamente Granada no usurpa; al contrario: da. Mejor dicho: sobredá «armonía y eternidad», según el autor de 'Platero y yo'. Insufla vida a la arcilla, al mismo tiempo que marchita laureles frívolos y cierra el paso con murallas a la traición.
La juventud acaba marchándose, como la de los que vibraban en las noches de música y danza. Fueron jóvenes y alcanzaron la madurez de unos años que invitaban a mirar por encima del hombro y pisar fuerte. Y les llegó la etapa de la serenidad y la mesura, y después, para algunos afortunados, la edad en que casi todo y casi nada se sabe, con pocos sueños de posteridad. Imperceptiblemente, muchos fueron desapareciendo de la Granada universal y, con ellos, músicos y danzantes. Y también paisajes.
Aquella tarde del ocaso de la edición del Festival, una gitana me leyó la mano en el momento que yo iba andando frente al Hotel Washington Irving. Nada que merezca la pena recordar excepto que cuando avancé varios metros, un ilustre visitante escribió en la postal que le mostré: «Un abrazo en la Alhambra». ¡Cuántas miradas trascendentes, cuántas firmes certidumbres, cuántos desaparecidos de la escena de nuestras vidas!
Granada hablaba y aún habla con la palabra del silencio cuya enigmática atracción todavía no es comprendida. El silencio de ayer era alimentado por una exuberante naturaleza, tesoro entonces y puerta de eternidad hoy. Aspirábamos a descubrir y gozar el silencio en el fragor orquestal o en las potentes sonoridades de pasajes pianísimos del Palacio de Carlos V. Solos ante la música, ajena a atrezzos y vigilada por el más digno sosiego interior, pues parte de Granada es una isla que la hace inevitablemente atractiva y centro del mundo, eclipsando a los divos que los convierte en nada entre las columnas del Palacio del Emperador o los cipreses del Generalife. Nada, absolutamente nada, incluidas las mágicas batutas de Argenta, Karajan o Mravinsky, o la voz angelical de Victoria, o la levitación de Fonteyn, o la ejemplaridad de tantos que permanecen en la memoria de los libros o son olvidos en realidades de ceniza alejada de impertinentes adelantos de fama. Definitivos silencios de músicos y bailarines, y de granadinos que trabajaban y soñaban para y con el Festival de España, de Europa y el Mundo.
Granada, ¡maestra del silencio! Con el silencio nos comunicamos mejor, nos hablamos mejor, nos entendemos mejor. Y principalmente somos más libres, como en la música: sustancia de la Granada sublime. ¡Cuántos, cansados de honores, alfombras rojas, entrevistas en prensa, poses fotográficas, grabaciones, éxitos en salas del mundo, vinieron a Granada a «crear su propio silencio», el de su desengañada vida, el de la música imposible de su arte ansiado, acaso huyendo de «satisfacciones pasajeras», igual que le ocurriera al filósofo Wittgenstein. Fueron y ya no son; son y pronto no serán. Todo finalizará en discreta evocación. Granada, por el contrario, será siempre. En Granada se aprende bien la aritmética ilógica: hay sumas que restan y viceversa, y es posible hallar la raíz cuadrada de un número negativo real.
La puerta grande del Festival se abre a la embajada del silencio: la esencia de la armonía, la prueba del nueve de la belleza, desde el extremo del ciprés del Generalife hasta la copa del árbol anónimo de un barrio granadino. Son días para contemplar las estrellas que poseen un lugar en el firmamento musical; para rememorar murmullos de agua, miradas de acuarela, ecos de pasos tallados en el suelo. Días en los que se anhela vislumbrar las fronteras entre lo notable, lo sobresaliente, lo asombroso y lo próximo a la genialidad: matices imprescindibles para estar a la altura de Granada. Días para trasformar lo fortalecido con el reto de una tierra milenaria: un Reino que nos abraza a todos.
Zimermann dijo que la arrogancia no tiene cabida en la música. Es que la creación musical, en palabras de Milan Kundera al referirse a Beethoven, exige «levantadores de pesos metafísicos», no de engreimientos, propios del espectáculo. Percibo en este inicio de verano que en aquellos días la temperatura intelectual de Granada se alejaba de fiebres exhibicionistas. Hoy, desde un mirador de quietud y con el oído puesto en el silencio absoluto, en la ética más que en la estética, oigo decir que no todos los triunfadores son los mejores. Según Saramago, conocedor de la mercadotecnia feroz, «el éxito a toda costa nos hace peor que los animales». ¿Cómo no recordar las veces que, orgullosos de ser río, hemos sentido la vergüenza de dejar ver «la intimidad de su lecho», quedando al descubierto lo que en verdad éramos? Demasiadas respuestas y pocas preguntas. Quizás falte lo que Eilenberger, cuando alude a Heidegger y su práctica de la filosofía, subraya: «Entregarse a la tempestad de la pregunta radical».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión