Desde la más remota antigüedad el arte y modo de sermonear ha estado acaparado y usufructuado por la clase religiosa de todas las religiones, ya ... que, en definitiva, ha sido la clase más ilustrada a través del tiempo en esa materia que hemos dado en apellidar humanidades. Y porque el pueblo, en general, hasta el siglo XIX, ayer, en su mayoría era analfabeto y estaba a lo que le quisieran predicar lo mismo sobre temas divinos que sobre temas humanos. Sobre todo divinos, celestiales.
Fueron lo ilustrados franceses los que acabaron con esa tradición, a la que enseguida se agarraron los revolucionarios de 1789, para exponer sus teorías, y tras ellos todos los otros revolucionarios que en el mundo han sido. Si hasta entonces la pedagogía educativa, la reforma de las conciencias, se hacía a través de las artes –pintura, escultura y hasta arquitectura– desde entonces esa función principalmente se dejó en manos de la palabra hablada. O por mejor decir, ya en lugar, desde entonces, dominar la palabra hablada pasó a ser el más valioso instrumento público, más concretamente para filósofos y más aún para políticos, sin que la clerecía abandonara su terreno y clientela, convertida en sus permanentes usufructuarios.
En España, en términos generales, nunca había habido oradores, salvo los predicadores clericales, hasta que las Cortes de Cádiz de l810/12, abren la puerta a la democracia y con ella el derecho de todo paisano, o mejor dicho solo a algunos, a clamar en público, su punto de vista –mejor su teoría–, sobre la manera de gobernar la nación, salvar al pueblo y proporcionarnos la felicidad tan ansiada y furtiva, esa que todavía no se ha conseguido a pesar de los malabaristas de la palabra y sus promesas sin ton ni son, no obstante su desmesurada verborrea.
El caso es que hemos aterrizado ahora en una sociedad algo más leída y 'escribida' que la de antaño, aunque también menos juiciosa en la que la palabra hablada, el rollo, es la reina del intercambio parlante social porque la palabra hablada, sermoneada, llega a todo lugar y persona al tiempo que, por fin, ha encontrado los instrumentos más eficaces para hacerse la señora del trato social, montada en la nueva tecnología. Y así, ya nos encontramos situados en un panorama en que se nos bombardea oralmente desde todos los púlpitos, desde todos los horizontes hasta límites insufribles, lo mismo se nos ofrezcan caminos celestiales que felicidades temporales; lo mismo la felicidad en el cielo que el bienestar en la tierra. Y eso igual desde el púlpito que desde el ágora, sin olvidar la matraca televisiva y radiofónica que se han convertido en los instrumentos más demoníacos para sobornar nuestras conciencias y allanarnos el camino hacia el infierno.
El caso es que cuando sales casi virginal de tu casa para ir a trabajar o para solazarte en alguna tertulia, o meditar en alguna iglesia buscando la salvación eterna o temporal en la Santa Misa, allí donde pones tu humilde persona –iglesia, tertulia, tele o radio...– allí que recibes el bombardeo inmisericorde del sermón, del discurso, de la arenga... siempre con ánimo de convencernos de esto a aquello que es lo que más nos conviene, aunque sea 'pro domo sua'. Y eso lo mismo surja la palabra de la boca del presidente del Gobierno que de la del párroco de tu barrio. O del más modesto monaguillo. Sin darse cuenta los susodichos de que todos los ciudadanos de a pie, y aún los de a caballo, estamos hasta el gorro de sermones, homilías, arengas y lecciones patrióticas, partidistas o espirituales, lo mismo vengan del cura que del diputado, senador, alcalde o concejal, u otro político del color que sea, amén de locutores y locutoras televisivos y radiofónicos. Sin olvidar los mensajes telefónicos, que esa es otra.
Si los autores de tal palabrería meditaran con sentido común, si pusieran un poco de atención a su auditorio, se darían cuenta que todos sus oyentes están hasta el gorro de sus vanas palabras y serían más cautos en la calidad y cantidad de sus discursos...
Si fueran más discretos, y si tienen que discursear por razón de oficio y paga, que al menos lo hagan con más brevedad, concisión, arte y razones. Pero no. La mayoría cuando agarran el micro creen que ya el Espíritu Santo está en su boca y allá que se lanzan al océano del discurso sin ton ni son, sin música ni letra, sin un mínimo de autodominio crítico que los lleve a respetar al prójimo oyente, pacífico y silencioso, ya que, por ese derroche de verborrea creen ganar la aquiescencia del susodicho paciente silencioso y pasivo, y, a veces, hasta mártir. Y si no les convence mi artículo, lean la 'Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes', del padre José Fr. de Isla, de 1758.
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