A todo el mundo le gusta seducir y que le seduzcan. Todos necesitamos sentirnos estimulados ya sea de un modo sexual, emocional o racional. Pero ... hoy echo en falta una seducción sutil, ingeniosa, aguda, perspicaz, diferente. Estamos perdiendo el sentido mesurado de la persuasión en favor de un sortilegio de rapiña y desconsiderado. El capitalismo de consumo hasta ahora ha sido el motor del crecimiento en las sociedades hipermodernas (supongo que lo seguirá siendo, mucho no vamos a cambiar en este sentido después del mazazo de la pandemia), la gran palanca de la economía. La seducción se ha vuelto un hiperbólico torrente, una gigantesca máquina de coacción cuando desde la mitad del pasado siglo el consumo de masas transformó los modos de vida. Cada uno se ha puesto en valor en el inmenso escenario de la fascinación de las redes sociales. El mundo ha venido siendo hasta ahora una enorme burbuja del hedonismo, o mejor dicho, de un hedonismo deconstruido. La seducción es hoy una insaciable máquina que vende espurias emociones, sin llegar al verdadero discernimiento. Sin embargo, muchos seguramente recordamos a profesores, maestros, que nos animaron no sólo con sus conocimientos, sino con su ejemplo y generosa y fascinadora pasión erudita. A veces esa relación se hacía estelar y conformaba un espacio amistoso intelectual y de referencia humana que llevamos ya permanentemente, como ariete, de por vida.
Una vez anoté una frase acuñada por el periodista Feliciano Fidalgo respecto a las entrevistas: «no me gusta el acoso, me gusta la seducción». Y lo señalo porque hoy confundimos en general la seducción con la presión y la intimidación. Gabriel García Márquez pensaba que «las entrevistas son como el amor: se necesitan por lo menos dos personas para hacerlas, y solo salen bien si esas dos personas se quieren». El escritor colombiano sabía de sobra que no hay que quererse para seducir, pero utiliza la sinécdoque para explicar que una entrevista sin magia, sin sensibilidad, sin sentir al otro en la misma acera y dimensión, no funcionaría. Hay quienes siempre han entendido que es más fácil dogmatizar que argumentar, vencer que convencer. Pero lo que se impone apabullando se apoya en arena y lo que se logra es algo que no se aprehende, está adulterado. Hay que reivindicar la seducción en su plenitud, en su juego de sutilezas, tanto en la sensualidad, como en el amor, pero igualmente en el plano del pensamiento, de las conversaciones, del debate público, de la enseñanza, de los gestos cotidianos; a la hora, por ejemplo de escribir un poema, una novela, o una pieza musical, al realizar una escultura o una pintura, o construir un edificio. En definitiva implica reconocer la plena autonomía y la inteligencia del interlocutor; todo lo contrario a intentar lograr las cosas hostigando y subyugando. La seducción necesita un escenario de equilibrio y responsabilidad. Igualmente tenemos que repensarnos en muchos ámbitos, debemos buscar ideales nuevos en los que apoyar nuestros esfuerzos, nuestra relación con la existencia, nuestro pensamiento humano y la seducción; que vayan más allá de las apariencias, del gustar por gustar y del consumo desmedido, más allá de nuestros prejuicios.
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