En un mundo donde el cambio climático y el crecimiento poblacional imponen nuevas exigencias a nivel socioeconómico y medioambiental, la agricultura se enfrenta a desafíos ... sin precedentes para garantizar la producción de alimentos. En la región mediterránea, factores como las sequías, cada vez más prolongadas, las temperaturas extremas y los suelos salinizados afectan gravemente el rendimiento de los cultivos generando importantes pérdidas económicas a los agricultores y comprometiendo la seguridad alimentaria de los consumidores. Uno de los cultivos más vulnerables es el tomate, un pilar fundamental de la agricultura en la península ibérica. España aporta el 25 % de la producción total de la Unión Europea, y Almería se posiciona como líder indiscutible, concentrando el 60 % del total nacional. Este cultivo tiene requerimientos específicos de agua y temperatura, lo que hace que sea especialmente sensible a los efectos adversos asociados al cambio climático, cada vez más evidentes. Generar nuevas variedades de tomate tolerantes a la sequía y las altas temperaturas será clave para afrontar los retos de la producción hortícola y asegurar su sostenibilidad en este escenario cambiante.
Ante tales desafíos, las plantas han desarrollado mecanismos adaptativos que les permiten sobrevivir en entornos hostiles, como la acumulación de osmolitos, compuestos orgánicos de bajo peso molecular y altamente solubles que aún en altas concentraciones no muestran toxicidad. Los osmolitos vegetales mejor caracterizados son la sacarosa, trehalosa, prolina y glicina betaína; estos desempeñan un papel esencial en la protección celular, ayudando a estabilizar las células, porque mantienen el balance hídrico y la funcionalidad de las membranas, y a reducir el daño causado por el estrés ambiental. Su eficacia los ha llevado a que sean utilizados como bioestimulantes en la agricultura. Incluso, los avances en biotecnología han permitido a las plantas incrementar los niveles de algunos osmolitos en cultivos como el arroz, el maíz, la caña de azúcar o la patata, que de esta forma han visto mejorar su tolerancia a la sequía y/o la salinidad.
Sin embargo, no todas las especies vegetales sintetizan de forma natural estos osmolitos, lo que limita su aplicación. En este contexto surge el proyecto ToMAtO, una iniciativa de investigación genética financiada por el Ministerio de Ciencia e Innovación en el marco del Programa orientado a la transición ecológica y digital. Su objetivo es desarrollar nuevas variedades de tomate capaces de acumular N-óxido de trimetilamina (TMAO), un osmolito con gran potencial para aumentar la tolerancia al estrés ambiental. El TMAO es conocido por su papel en la estabilización de proteínas en el reino animal, pero estudios recientes han revelado su presencia en vegetales como el maíz y la cebada. La producción de este osmolito aumenta en condiciones de sequía, frío y salinidad, y además es responsable de la activación de genes implicados en la tolerancia al estrés, lo que lo convierte en una herramienta prometedora para mejorar la producción agrícola en condiciones ambientales adversas. En investigaciones previas de investigadores del CIB-CSIC y de la Universidad de Almería se han identificado en tomate genes similares a los que regulan la síntesis de TMAO, lo que abre la puerta a su introducción en variedades comerciales. Además, especies silvestres emparentadas con el tomate cultivado, como Solanum pimpinellifolium y S. chilense, han demostrado una gran capacidad de adaptación a condiciones extremas, ofreciendo una valiosa fuente de variabilidad genética para la mejora genética del cultivo de tomate.
El objetivo de ToMAtO es caracterizar estos genes y aplicar herramientas de edición genética como CRISPR/Cas9 para potenciar la producción de TMAO en el tomate comercial. Esta estrategia podría dar lugar a cultivos más resistentes a la sequía y las altas temperaturas sin comprometer el rendimiento, ofreciendo así una solución innovadora y sostenible para el futuro de la agricultura. Con iniciativas como esta, la biotecnología se consolida como un pilar clave en la lucha contra los efectos del cambio climático, garantizando la viabilidad de cultivos esenciales para la alimentación y la economía.
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