Retomamos la actividad tras el paréntesis y la tregua de las Navidades. Y observando esa cotidianidad a la que regresamos me doy cuenta de que ... todo el nuevo trasiego va a chocar con nuestros impetuosos arrebatos, tan propios de la España profunda, para ofender a otros. La discusión política (porque la dialéctica y verdadero debate son algo infrecuente) es un destacado exponente de la necedad en que estamos instalados.
El nivel verbal de buena parte de la bancada política es tan pobre que en ella no surge siquiera el insulto sutil, perspicaz, o elegante. Cánovas y Sagasta, Castelar o Azaña, maestros del lenguaje, e ingeniosos a la hora de utilizar juegos de palabras y retruécanos, se hubieran escandalizado escuchando los insultos que ahora envilecen el Parlamento y demás cámaras representativas de nuestra geografía. La historia del insulto es la del idioma.
El improperio es un acto universal y abarca todos los ámbitos sociales. Grandes escritores a lo largo de la historia han utilizado este recurso y lo han plasmado en sus obras: Shakespeare, Wilde, Lope de Vega, Góngora, Quevedo,... Cervantes en el Quijote nos deja expresiones como mentecato, desuellacaras, cuesco de dátil; descompuesto, infacundo, deslenguado, atrevido, desdichado, maldiciente; canalla, rústico, patán, malmirado, socarrón, mentecato o hediondo.
Arthur Schopenhauer escribió el Arte de insultar, señalando que éste era el último recurso cuando todas las demás artes de la argumentación naufragan. El filósofo alemán, padre del pesimismo filosófico, de hosco ánimo, reunió por orden alfabético una gran variedad de agravios y ofensas pero puso el límite en la calumnia y la difamación. Ahora, ante los insultos que la clase política se chuta, la relación de Schopenhauer resulta hasta cándida.
Y hay otros diferentes libros que tratan del improperio. El Diccionario temático del español de Rafael del Moral (Verbum, 2013) contiene una buena relación de insultos, clasificados en cuatro grupos: a la inteligencia (adoquín, lerdo, mastuerzo), a la educación (berzotas, gaznápiro), a la bondad (bellaco, chupasangre, sanguijuela, cantamañanas, chupóptero, zascandil), a la valentía (cagueta, alfeñique, lechuguino).
Recuerdo aquellos insultos de los tebeos de la infancia, como los de las publicaciones de Bruguera con mis preferidos Mortadelo y Filemón: vándalo, batracio, burricalvo, merluzo, botarate, basilisco, percebe, camello viudo, cernícalo,… O los de los comics, como los del capitán Haddock en Las aventuras de Tintín: malandrín, facineroso, bellaco, villano, archipámpano, mequetrefe. No olvidemos que la lengua es algo vivo, en constante evolución, y si bien se pierden unos términos, surgen otros: pagafantas, abrazafarolas, peinabombillas, bocachancla, perroflauta, pelagambas, chupacables,…
Hay muchas grandes anécdotas en cuanto al insulto. Contaba Fernando Fernán Gómez que José María Carretero, escritor y periodista montillano afincado en Madrid, más conocido por el seudónimo de «El Caballero Audaz; arrogante como él solo, una tarde se cruzó en una estrecha acera con Jacinto Benavente, dramaturgo, escritor, Premio Nobel de Literatura, y apocado. El periodista se plantó ante él y enérgicamente le espetó: 'Yo no cedo el paso a maricones'. Benavente lo miró, se bajó de la acera y suspirando le dijo: 'Yo sí'.
Es curioso que mientras por un lado hay una permanente irritación insultante en tantos espacios, como las redes sociales o la política, por otro vivimos bajo la censura de un buenismo moralista que nos reduce como seres humanos. Y como nos pasa en tanto, la zafiedad nos coloniza, también para insultar. Hemos perdido vocabulario, originalidad, ingenio, gracia, sutileza y arte.
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