¿Quién sabe morir?
La Zaranda ·
¿Respetaría usted mi decisión? Quiero que la ley me defienda. No es una certeza, como decía el poeta, «no es la muerte, no es la muerte, es el dolor»manuel Molina
Sábado, 19 de diciembre 2020, 23:20
¿Han conocido el dolor terminal, el de alguien que va a fallecer pero que sobrevive de manera terrible y dolorosa?, ¿han tenido que mendigar ... y negociar en condiciones nefastas un tratamiento contra el dolor paliativo para algún ser querido entre extremos dolores que solo quiere llegar al final y descansar? De esa experiencia, que no fue sólo una, me ha quedado el deseo de no vivirla en mis propias carnes. Podrán alegar bastantes razones en mi contra, pero no la deseo para mí y para quienes como yo así lo consideren. No estoy en condiciones de hacerles ver qué pueden decidir sobre su final, bastante tenemos con arribar inevitablemente a él y enfrentarnos. No se llega a la ligera a tal determinación. Los mortales llevamos siglos y siglos sin resolver nuestra efímera existencia, sin manual de instrucciones. Somos fragilidad.
Ente los clásicos había disparidad de criterio sobre la decisión de qué hacer con nuestra propia vida llegados a un punto de no retorno. Séneca llegaba a entender la decisión de no seguir viviendo y el propio Sócrates, pese a tener la posibilidad de escapar, aceptó su condena a muerte. El código canónico condenó la muerte voluntaria en su Concilio del 452 en Arlés, quedando señalado quien así procediese incluso después de su fallecimiento con excomunión y entierro fuera de sagrado. Más, San Agustín subió el listón, equiparando el suicido al homicidio y no admitiendo excepciones, como podrían alegarse, en caso de dolor moral o desesperación. Tomás Moro trató el tema y abogó en su 'Utopía' por prestar cuidado y solidaridad a los moribundos, incluso dando término a la vida en caso de dolor extraordinario, ojo, con permiso de las autoridades para evitar abusos. Sería Francis Bacon el que hablara sin tapujos de eutanasia como «la acción del médico sobre el enfermo incluyendo la posibilidad de apresurar la muerte».
Hume fue más allá y desligó el derecho divino del derecho terrenal a conservar la vida o «destruirla» (sic). Los utilitaristas de finales del XVIII expusieron el concepto actual de eutanasia como lo concebimos: «mayor el bien y la felicidad, tanto para el enfermo como para su familia, si se ayuda al enfermo a morir de una forma digna». Tinta y debate hasta llegar al nazismo y su espeluznante aprobación de la suspensión de «vidas humanas sin valor», que ya sabemos cómo acabó, pero tan lejos de la decisión personal, dato muy importante, en el otro polo.
La muerte impone. Cuando vivimos cerca de ella nos marca y nos hace reflexionar. Mi decisión personal es no entregarme si puedo al dolor y a una agonía prolongada o un sinsentido vegetativo en el tiempo. ¿Usted puede decidir que yo no actúe así? En mi caso, si la elección de su gusto, de su confesión o creencia es esa, la respetaría. Pero ¿respetaría usted la mía? Quiero que la ley me defienda. No es una certeza, como decía el poeta, «no es la muerte, no es la muerte, es el dolor».
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