El pasado miércoles estábamos en El Bar de Eric bebiendo como si no hubiera habido un ayer. Pedíamos cervezas y, sentados en banquetas pequeñas, diez ... o doce personas hablábamos, reíamos y hasta gritábamos para hacernos escuchar por encima de la música.
Sonaba el 'Omega' mientras le explicaba a la gente que ha venido de fuera a Granada Noir cómo ir al Sacromonte y llegar al Albaycín tirando por la Verea de Enmedio. Llenábamos otra ronda y seguíamos dándole a la sinhueso mientras nos empujábamos otra rosca de salmón. ¿O era la vegana? Daba igual. Estaban todas buenas y se había generado tal ambientazo y buen rollo… que en un determinado momento me quedé quieto-parao.
¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué me sentía tan extrañamente excitado? Entonces caí en la cuenta. Lo que ocurría era la normalidad. O algo parecido.
La presente edición de Granada Noir me está sirviendo para ponerle punto y final a la Innombrable. No pienso que haya terminado, pero sí empiezo a sentirme más cómodo, más liberado, más tranquilo.
Cuando me pusieron la primera dosis de la vacuna seguí comportándome igual que en los últimos meses. «Hasta que me pinchen de nuevo», pensaba. Tras el segundo chute conté no sé cuantos días. «Hasta que el efecto sea completo». Me sentía como cuando éramos niños y no nos dejaban bañarnos hasta dos horas después de comer, por los cortes de digestión.
Pero seguí con las pautas aprendidas, evitando los interiores, tirando de terrazas —que estamos a las puertas de noviembre y aún andamos en manga corta— y aguantando la respiración en los ascensores, aunque lleve la mascarilla. Algo irracional, lo sé. Pero no le hago daño a nadie.
Mientras Enrique Morente cantaba a Lorca al son de Lagartija Nick y cambiábamos de tercios de Alhambra cada 15 minutos sentí cómo viajaba en el tiempo y retrocedía a un pasado que, ojalá, no tarde en ser un futuro felizmente normalizado. El ritual de lo habitual, como titularon Jane's Addiction aquel discazo.
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