Nadie está libre de almacenar en los subterráneos de sus entrañas alguna pequeña dosis de resentimiento. No es cierto que nuestro entorno se divida en ... dos tipos de individuos, los resentidos y los que no lo están. Tampoco es cierta esa idea común de que el resentido es ese perdedor que no ha tenido suerte en la vida y culpa a los otros de su desgracia. Abunda igualmente en el universo de los triunfadores que desprecian a los que tienen 'menos' cultura, dinero, clase; o a los feos, a los gordos, a los bajitos, al vecino de otra raza, al que tiene otra condición sexual,…, y que eliminarían de su vista, de la faz de la tierra, porque están ahí, simplemente, poniéndose delante de su cara bonita y soberbia. Hablamos de un re-sentimiento que escuece, que quema, hacia quienes se considera hostiles, causantes de cualquier tipo de agravio, por muy peregrino que sea. Es una carencia intestina que hace que en definitiva no seamos capaces de alcanzarnos a nosotros mismos. Y eso no se lo perdonamos a los demás. Al mismo tiempo cultivamos un rancio cainismo nacional que tiene una etiología sombría y compleja, donde se suma la suspicacia, la soberbia, la envidia. Unamuno decía que la envidia es la íntima gangrena del alma española. Cuando algo es bueno decimos que es 'envidiable'.
El español al igual que Caín, sufre como un agravio personal que el otro, las personas que están cerca, obtengan cualquier recompensa; es algo visceral, no lo soporta. Es un rencor atávico con propiedades paralizantes (física y anímicamente), que ofusca, que ensombrece la mente, que confunde las ideas, haciendo que no se propicie el diálogo con uno mismo que no se busque el propio crecimiento... Y es que ahora más que nunca se escucha el griterío sordo de tantos «malpulgosos», una expresión de Felipe Benítez Reyes. Solo hay que ver tanto dogmatismo que nos abruma, la polarización tan avasalladora, los radicalismos que están creciendo aquí y allá, el independentismo fundamentalista, o el odio hacia la cultura y el pensamiento. Y más, mucho más, los resentimientos y rencores abarcan muchas esferas de la vida, se esconden en las entrañas mismas de nuestro universo emocional. Es un alquitrán que cuando nos alcanza se va extendiendo día a día, suspicaz, ocupando, incluso, muchos afanes de toda una vida: del mismo modo que hay vidas iluminadas por grandes valores y la persecución de un ideal de excelencia. Es un veneno que autogeneramos y que nos tomamos personalmente esperando que le haga daño a otro. Neruda, acerca de lo ineficaz que es el rencor, en sus Cien sonetos de amor escribía: «No quiero que en tu sueño deje el rencor ajeno/ olvidada su inútil corona de cuchillos». Cuando oteo el panorama sociopolítico de España me recuerda aquel país de los ciegos que reflejó H. G. Wells, escritor referente de la ciencia ficción: un país de resentidos gobernado por resentidos. Y en ese territorio es muy fácil que progrese el discurso del odio. Y frente a esto, en las entretelas de nuestra individualidad, en eso que llamamos espíritu, está la savia de lo sublime: hagamos que emerja, que riegue nuestro discernimiento. Y así, crecer, ser capaces de alcanzarnos y encontrarnos con nosotros mismos.
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