Cuando la guerra, aquella España en blanco y negro con olor a pólvora y a sangre, apenas acababan de nacer. Algunos, incluso, eran todavía una ... potencialidad para un país devastado y sin expectativas porque el porvenir se llamaba dictadura. Cuarenta años de cieno, de sombra y de silencio. Así pues, como aquí la miseria ocupaba cada rincón de la geografía, en cuanto tuvieron edad se echaron el alma a la espalda, cogieron su maleta de cartón y se marcharon a Francia, Alemania o Suiza con un permiso de trabajo que implicaba el sol a sol cotidiano. Mecánicos, albañiles, temporeros de la uva o la manzana, carpinteros… cualquier faena valía para conseguir algunas pesetas que les permitieran soñar una vida mejor. Es decir, que entre todos, con un sacrificio absoluto, sacaron adelante la economía de un territorio aislado por las democracias circundantes.
Luego, cuando alboreó la democracia, fueron los primeros en dar un paso al frente, en llenar las calles de color y de posibilidades para edificar el futuro que hemos venido disfrutando. No se quejaron porque lo colectivo estuviera siempre por encima de los intereses individuales. Ellos, que conocieron el pan negro y sobrevivieron a las cartillas de racionamiento, supieron desde el primer instante que solo desde la unidad es posible salir de cualquier pozo. De esta forma se diseñó el Estado del Bienestar con la universalización de servicios sociales fundamentales (educación, sanidad, etc.) y la protección de los colectivos vulnerables o en riesgo de exclusión. Pero el símbolo de la transformación llegó en 1986 con la Ley General de Sanidad, que rompió con el sistema franquista basado exclusivamente en cotizaciones; es decir, se adoptó un modelo sanitario financiado por el Estado que consideraba a todos los españoles incluyendo al fin a los nadies, a los despreciados secularmente. De esta manera y con el consenso en las cuestiones capitales de los partidos de Estado (aunque resulte increíble, existió un tiempo en que la gestión política no estuvo cargada de mezquindades), fueron desarrollándose unos derechos sociales y sanitarios que han sido la envidia de medio mundo y la tranquilidad para la generación de nuestros abuelos.
Y así, hoja tras hoja, el almanaque se les ha ido desgranando entre las manos a quienes un día levantaron el país con la entereza apasionada de su juventud. En este tiempo, vencidos por la fragilidad del cuerpo, su cotidianeidad transcurre entre medicinas, pasillos de hospital y la necesidad de un apoyo institucional que se ha ido desvaneciendo, que ya no existe, porque aquel Estado del Bienestar lo han dinamitado los cantamañanas que nos mandan. Esto es: que cuando nuestros ancianos precisan más cuidados, una demostración social de respeto, acuden a urgencias y se les despacha con un indolente «nada grave» aunque tengan una neumonía; y, si necesitan una silla de ruedas o una cama articulada, queda al arbitrio de que puedan pagarlo porque en Andalucía se eterniza la espera. Tanto defender lo público para que llegue al poder este neoliberalismo obtuso y les privatice a traición los servicios esenciales cuando más falta les hacen. Debiera ser delito robarles la última esperanza, esa dignidad imprescindible del bien morir a quienes han sido ejemplo de generosidad y altura de miras; pero como todavía no lo es, en manos de la ciudadanía queda revertir una situación que define el grado de perversa deshumanización que hemos alcanzado.
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