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Para los que no están, para los que perdieron la vida sin comprender qué sucedía, para los que la dieron por los demás comprendiéndolo, para ... los que les robaron el alma, para los que aún se miran las manos vacías, para los que siguen sin saber cómo afrontar tanta pérdida. Contra la insensatez desdibujando la memoria, contra quienes desprecian a los muertos, contra el infierno en que se convierten las ausencias, contra el dolor que corta las entrañas. Así han pasado cinco años, una tormenta de angustia, un torbellino de miedos, la Parca rasgando el aire, dibujando los silencios que ya nunca podrán menguar porque se han hecho eternos. Nosotros, ninguno de nosotros, somos los mismos. El sufrimiento, a pesar de lo que se repite, parece evidente que no nos ha hecho mejores como sociedad. Seguramente nos paralizó al principio, que es una cosa muy distinta, pero ha potenciado el individualismo, ha reconducido las prioridades hacia un consumo descontrolado, hacia la búsqueda de satisfacciones rápidas momentáneas porque nadie sabe cuándo puede llegar el zarpazo definitivo.
Aquellos meses en que se hizo realidad la imagen lorquiana del arlequín negro y verde, con sus dos caretas, avisando de que sobre la «misma columna / abrazados sueño y tiempo, / cruza el gemido del niño, / la lengua rota del viejo», han transformado el modo de concebir la vida y de relacionarse tanto para los mayores que sobrevivieron a la tragedia como para los niños que empezaban a ser, a crecer con la mirada ingenua y limpia de quien tiene todo por descubrir. A millones de personas cada muerte en el horror de la tragedia colectiva le ha dejado, de fondo, el vacío que es un hueco abarcando todo aquel tiempo, la visión del sol de los días imprecisos cercados de niebla, la inmensidad del silencio desnudo y una sensación de derrota muy adentro.
Pocas familias resistieron sin daño, pocas casas existen que no cobijen una pena oculta aunque no se miente siquiera porque se aprende a vivir sin nombrar, a respirar hondo cuando el pecho duele y a seguir caminado. Pero que nadie se engañe, aquel sufrimiento ha dejado cicatrices hondas que no se ven, pero que existen. No es azaroso que se hayan multiplicado los casos de depresión. Son fruto del abatimiento para el que no estábamos preparados emocionalmente, del rotundo desencanto que supone ver también la progresiva radicalización política. Porque la ciudadanía acaba por contagiarse del estado de ánimo que le transmiten quienes ejercen el liderazgo. Y, ahora mismo, nos faltan dirigentes carismáticos con un discurso creíble sostenido en la ética, en el dialogo respetuoso –asumiendo discrepancias legítimas–, que alienten una razón humanista para creer que el modelo social puede reconstruirse. Por eso, no. Todavía no ha salido una sociedad mejor ni más sabia de la tragedia. La posibilidad que se vislumbra es empezar a edificarla sobre nuestras ruinas con paciencia y comprensión, con voluntad de consenso en lo esencial, alejándonos de los radicalismos exacerbados, del aislamiento que es soledad punzante. En este momento lo único que podría ayudarnos es trabajar, siquiera con un mínimo consenso y cada cual desde su espacio, a favor de la niña que mira asombrada la lluvia, a favor de las palabras precisas que sanan heridas, a favor de la gente que ama y se arriesga, a favor de la esperanza. Aunque sea pequeña.
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