Prístino
Ramón Burgos
Domingo, 26 de octubre 2025, 22:57
Aunque, cuando hablamos de personas, no es de uso común en lenguaje coloquial o cotidiano, el adjetivo prístino – «del lat. «pristĭnus»: antiguo, primero, primitivo, original» ( ... RAE), puede aplicarse a nuestros semejantes, más literaria o metafóricamente, para describir pureza moral o espiritual; para hablar de una actitud o comportamiento natural, no corrompido; para trazar a alguien, en un sentido poético o idealizado, que se mantiene puro, inalterado, en su estado original o natural, sin haber sido corrompido o afectado por el paso del tiempo o la intervención de la sociedad en la que se encuentra inserto.
Bien distinto es, cuando como eremita impenitente, el aludido mantiene una actitud cercana al «pasotismo», como si se hubiese tomado una infusión de epazote, colocándose por encima del bien y del mal, dictando normas imposibles, y anteponiendo su voluntad a la realidad... En este caso, el término «impuesto» adquiere una dimensión ambivalente. Ya no alude únicamente a una pureza admirable o a una inocencia incorruptible, sino que puede rozar el extremo de una desconexión peligrosa con el mundo auténtico. El sujeto, entendido así, se aísla en su torre de marfil con una cierta soberbia moral que le lleva a ignorar las complejidades y contradicciones de la existencia compartida.
Una persona que se aferra con exceso a su supuesto estatus moral puede tornarse incapaz de dialogar con lo diverso, de comprender las zonas grises de la conducta humana o de aceptar la falibilidad, tanto propia como ajena. La exigencia de mantenerse éticamente «intacto» también puede llevar al desprecio por la compasión, la flexibilidad o el aprendizaje a través del error. La pureza moral que no se contrasta con la experiencia puede derivar en juicio severo, en fanatismo, o en una moral de la forma, más que del fondo... La verdadera virtud, en este sentido, consiste en saber cómo actuar con responsabilidad sin perder la brújula ética.
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