¿Perdido?
Seguro que te ha –me ha– pasado alguna vez. Las llaves, los tornillos, los papeles, los títulos, los expedientes, la 13-14… En fin, todo ... aquello que, en un momento, resulta imprescindible y que –¡a saber los motivos!– ha pasado a formar parte del «limbo de los justos», incluso, si siendo previsor, has hecho con anterioridad una lista de lo que realmente necesitas para avanzar en casa o en las gestiones diarias y dónde lo has «archivado». Y lo peor es que, en medio de la vorágine de la búsqueda, siempre solemos optar por la solución de salir corriendo en busca y captura de un «proveedor» al que adquirirle el bien perdido (siempre a riesgo –que suele acontecer– de la súbita aparición del original cuando menos te lo esperas).
Pero en la práctica, esa prisa revela algo más profundo: nuestra relación con el orden y la memoria. La pérdida cotidiana nos obliga a mirar detrás de cada objeto, a recordar por qué lo guardamos, dónde debería estar y qué lugar ocupa en nuestra rutina. En ese instante surge una pregunta: ¿qué tan dependientes somos de lo material para sentirnos seguros?
Quizá lo importante no es sólo recuperar lo despistado, sino construir hábitos simples y sostenibles o, lo que es lo mismo, un régimen que no dependa sólo de la memoria sino de prácticas sostenibles.
Cuando logramos ese método consciente, la exploración se reduce a un procedimiento y no a una odisea... Y, ante una pérdida real, la respuesta se vuelve proporcional: un pequeño protocolo que mantiene la dignidad de nuestras tareas sin resacas emocionales.
En definitiva, la clave no es evitar que algo se desperdicie, sino diseñar un entorno que facilite la recuperación, que reduzca el daño y que conserve la serenidad frente a lo inevitable.
Pero, ¡tenlo bien presente!: aquí hablamos de «cosas» y no de la vergüenza o la honestidad –otros López más complicados de mantener–.
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