La enfermedad crónica de la desertificación
«A estas alturas, a nadie le sorprenderá leer que gran parte de los suelos de la península Ibérica se encuentran en franco proceso de degradación propiciado por una combinación de factores climáticos, como una marcada tendencia a la aridez y factores humanos como la intensificación de las actividades agrícolas, el sobrepastoreo, la deforestación, o el abandono de la gestión del territorio que aceleran el proceso de degradación»
Rafael Hernández Maqueda
Investigador de Edafología y Química Agrícola de la Facultad de Ciencias Experimentales de la UAL
Miércoles, 26 de noviembre 2025, 23:09
Nos gustan los medicamentos, no lo podemos negar. Los tomamos para dormir, para no dormir, para activarnos, para relajarnos, pero sobre todo para aliviar cualquier ... dolor. Es comprensible, a nadie nos gusta sufrir. El problema surge cuando nos sobreviene algún malestar reincidente y el alivio sintomático de la pastilla no surte el efecto deseado. Es, en esos casos, cuando conviene revisar otros posibles detonantes de la enfermedad tales como nuestros hábitos alimenticios o nuestro nivel de estrés. Nos cuesta hacerlo porque buscar la causa de nuestros males no es lo mismo que atacar al síntoma, pues requiere un esfuerzo extra, nos empuja a revisar nuestras costumbres y eso, o nos da miedo o directamente no queremos enfrentarlo.
Nuestra manera de tratar nuestro cuerpo tiene mucho en común a cómo tratamos nuestro entorno. La percepción acerca de la desertificación es un buen ejemplo de ello. A estas alturas, a nadie le sorprenderá leer que gran parte de los suelos de la península Ibérica se encuentran en franco proceso de degradación propiciado por una combinación de factores climáticos, como una marcada tendencia a la aridez y factores humanos como la intensificación de las actividades agrícolas, el sobrepastoreo, la deforestación, o el abandono de la gestión del territorio que aceleran el proceso de degradación. Esto trae consigo la pérdida de funcionalidad ecológica de los ecosistemas que implica consecuencias tan graves como la pérdida de productividad de los cultivos, el aumento de la erosión, o la disminución de la capacidad de retención de agua de lluvia, lo que agrava episodios climáticos especialmente devastadores como las DANAS típicas de la región mediterránea. Las consecuencias son aún más preocupantes teniendo en cuenta que la desertificación se retroalimenta de otras problemáticas ambientales interrelacionadas como son la pérdida de biodiversidad, el calentamiento global o la disponibilidad de agua dulce.
Sin embargo, a pesar de estos hechos que la ciencia no para de evidenciar y que afectan al 74% del territorio español, no parece ser una preocupación prioritaria para la sociedad. ¿A qué se debe ese desinterés? Cuando debatimos esta cuestión en clase, surge entre los estudiantes una reflexión común; la desertificación no se considera un riesgo para la sociedad porque no percibimos sus efectos de manera inmediata y, en una sociedad «líquida» como la nuestra eso te penaliza en el orden de prioridades. Como ciudadanos sabemos hacer frente y mostramos nuestro lado más solidario ante la inmediatez de una tragedia, lo vimos con el volcán de La Palma y con la DANA que afectó tan trágicamente a la comunidad valenciana. No obstante, a la hora de analizar las causas y generar medidas más efectivas para evitar que vuelvan a suceder, ahí respondemos de manera similar a cómo lo hacemos ante la enfermedad crónica que miramos de soslayo. La desertificación nos ha enseñado que la degradación de las tierras en zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas es propiciada, en gran medida, por las actividades humanas y establecer medidas para evitar o paliar sus efectos más perjudiciales implica, sin más remedio, replantearnos un modelo económico marcadamente productivista orientado por el mantra del crecimiento continuo.
Y ahí es donde los síntomas de «enfermedad ambiental crónica» empiezan a agudizarse. Porque plantearnos ese debate supone revisar nuestras creencias, nuestros hábitos y nuestro posicionamiento político y eso, tiene un coste personal y social. Por mucho que nos pese, este reto, al igual que el resto de problemáticas ambientales, no se podrá solucionar con «pastillas tecnológicas» que puedan mitigar alguno de los efectos más negativos del proceso de degradación. La solución pasa, ineludiblemente, por ser conscientes del problema y diseñar estrategias conjuntas implicando al máximo de agentes sociales. No es una tarea fácil, hay muchas resistencias, sin embargo a pesar del ruido generado por los amantes de la postverdad y del negacionismo infundado, somos más los que seguimos creyendo y trabajando en la ciencia al servicio de la sociedad, para construir entre todas y todos un modelo integral donde los beneficios sociales, económicos y ambientales vayan de la mano.
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