Puertas que se abren
Puerta Real ·
Con diecisiete años se tiene un mundo de esperanzas por delante, de ilusiones posibles e imposibles de cumplirJunio y amanece en las esquinas de la primavera cuando jóvenes nerviosos, con una nube de sueño pegada en su mirada, van sentándose lentamente, conforme ... anuncian su nombre. Algunos han venido solos pero dejan en casa a una familia inquieta porque sabe lo que se juegan estos días. A otros los acompaña su padre o su madre, como una forma de apoyo de ultimísima hora a esa inocencia que se acaba, de un respaldo a lo que va a suceder. Y lo que va a suceder es que llega la prueba de acceso a la universidad, ese jugarse a una carta en tres días el porvenir, conseguir la calificación que les permita alcanzar el sueño de matricularse en la titulación para la profesión que, en muchos casos no saben aún las razones, han elegido.
Porque tienen diecisiete años pero les falta (todavía) la mesura de generaciones anteriores, ésa que hacía que, con quince años, ya tuviera una bastantes certezas, intuiciones más o menos claras que luego nos condicionarían el destino. Saben mucho estos chicos de televisión, de videojuegos, de nuevas tecnologías que son clave para sobrevivir en su realidad 3.0, pero les falta (y es natural) práctica, esas cornadas que da la vida. Con diecisiete años se tiene un mundo de esperanzas por delante, de ilusiones posibles e imposibles por cumplir. Por eso es tan importante que los adultos que los rodean ejerzan de guías sensatos en el sendero que principian cuando, ahora, se cierra una puerta que es la de la infancia y la adolescencia en la que han estado tan protegidos y se abre la de la responsabilidad, la del compromiso con el futuro, con un futuro que siempre es inestable, de pasos vacilantes, pero que avanza casi sin que lo notemos. Vaya si avanza.
La cuestión está en que hay que sugerir propuestas sin presionar, hablar desde la experiencia sabiendo que no hay una verdad absoluta e inmutable. Dejar de tratarlos como niños porque, desde este preciso instante, tienen que aprender a ser más autónomos. España ha superado lo peor de la crisis (o eso parece) y aquel eufemismo de la «movilidad exterior» que implicaba que los jóvenes tenían que emigrar casi de manera masiva una vez que se habían formado en nuestras aulas, se antoja alejado del presente. Ya era hora de que pudiéramos disfrutar de tanta inversión en talento, pero que nadie se equivoque. Estudiar una carrera universitaria no es garantía de nada. En esta sociedad nuestra no vale sólo con tener un título. Se exige ser el mejor en cada materia, soportar la presión constante que va marcando el sacrificio que cada cual tiene que hacer. Eso, tal vez, deberíamos habérselo contado también.
Porque aunque dijera Gil de Biedma aquello de «que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde/ como todos los jóvenes, yo vine/ a llevarme la vida por delante», en nuestras orientaciones puede estar la oportunidad que la vida no se los coma a ellos, tan cargados de quimeras y de ingenuidad. Es el momento perfecto para hacerles ver que tienen un futuro abierto como una flor que deben defender con tesón y delicadeza, encendido como una luz que deben conservar para siempre para guiarles serenamente el camino. Es la palabra madurez, que llega veloz cogida temblorosamente aún con sus manos de niños.
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