El bar del pueblo
Triste historia la de un lugar que se escribe sin hablar de sus bares o sus cafeterías, porque es allí donde late el pulso de las ciudades y los pueblos
Manuel Pedreira
Granada
Sábado, 1 de febrero 2020, 03:03
La Granada despoblada necesita llenar los bares. O ese es al menos su ruego y su lamento. Y para llenar un bar hay que empezar ... por tenerlo. La salud se dispensa en las farmacias, el dinero lo dan los bancos, pero el amor está en los bares, qué lugares. El bar es un refugio, una guarida, pero también un lugar de esparcimiento, el ágora donde el personal se reúne, se ve las caras y se dice las cosas. Hay bares que le acompañan a uno toda su vida, que le disputan sitio en el alma a los seres queridos por la sencilla razón de que son uno más de esos seres amados.
Los bares que uno frecuenta, y los que pisa una vez en la vida, forman parte de su biografía igual que los trabajos, los países que visita, las canas o las arrugas. A cualquiera le resulta fácil dibujar una geografía de su ciudad a través de esas barras donde se ha ido dejando el hígado a pedacitos a lo largo de los años. Siempre me ha causado una honda tristeza la perspectiva de vivir en una ciudad o en un país donde haya menos bares que semáforos. Sostiene Sabina que solo en Antón Martín hay más bares que en toda Noruega. Sostiene Pedreira que en los cincuenta metros cuadrados del Provincias ha visto muchas veces con sus propios ojos el Aleph de Borges, lo ha visto en la espuma que deja la cerveza en los vasos y en los posos de un plato de migas.
Triste historia la de un lugar que se escribe sin hablar de sus bares o sus cafeterías, porque es allí donde late el pulso de las ciudades y los pueblos. En ellos no es obligado beber alcohol, como tampoco entrar acompañado. Es el bar, el camarero o la simple multitud la que te arrulla y te proporciona conversación, aunque sea interior y el debate consista en decidir si pasarse ya al vino, seguir con la cerveza o cruzar otras fronteras. Enumerar aquí la lista de escritores que han huido de sus casas para escribir en los bares resulta innecesario. Solo hay que pensar que muchas de las mejores páginas de Joyce, Magris o Hemingway se pusieron negro sobre blanco en medio del barullo de una taberna. Visitar Lisboa y no dejarse caer por A Brasileira, el café donde Pessoa entraba y salía de su desasosiego, es como ir a El Cairo y no acercarse a El Fishawi para buscar el fantasma de Mahfuz con su boli y sus cuartillas. Un viaje perdido. No por nada el inolvidable Luis Oruezábal se empeñó en devolver a Federico al rinconcillo de su café Alameda, a ese café lleno de gente y de palabras que es Europa, según Steiner.
Al presidente de la Diputación de Granada le alabo el gusto. Se ha propuesto abrir bares en los pueblos que no tienen o los han perdido. Se me antoja una medida de primera necesidad. Y no es una broma. Vivir sin bares cerca garantiza una vida a medias, mutilada de muchas de sus mejores cosas.
«–¿Dónde estaba usted el día 26 de enero a las…? –En el bar. –Pero si todavía no le he dicho la hora. –Ni el año». Pues eso.
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