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Este artículo contiene spoiler. Y no uno, sino dos. Por un lado, revela más de lo conveniente para aquellos que entren al cine sin conocer la historia de Maixabel Lasa, la viuda de Juan María Jáuregui, político socialista asesinado por ETA en el año 2000, a la que el lehendakari Ibarretxe puso al frente de la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo y que años más tarde se entrevistó con dos de los asesinos de su marido, Luis Carrasco e Ibon Etxezarreta. Por otro, se propone arruinar la beatífica sensación que invade a algunos espectadores tras la visión de la película.
El filme de Iciar Bollaín, como ya hizo el documental 'Zubiak' (Puentes) de Jon Sistiaga y como muchas entrevistas y reseñas en diversos medios de comunicación, ensalza la valentía y generosidad de Lasa por dar una segunda oportunidad a los causantes de su desgracia. Es, en resumidas cuentas, un monumento a la bondad de Maixabel, capaz de disfrutar de una merlucita y un txakolí mano a mano con uno de los tipos que se cargaron al hombre de su vida.
El problema es que el monumento tiene grietas. Ensalzar la superioridad moral de Maixabel no deja de ser una forma de poner en cuestión la actitud de otras viudas incapaces de dar ese paso. Por ejemplo, las mujeres de tantos policías y guardias civiles asesinados por ETA que no encontraron en Euskadi el menor consuelo a su tragedia y regresaron a sus pueblos castellanos o extremeños o andaluces a recomponer sus vidas rotas y a educar a sus hijos sin odio. Mujeres a las que nadie puso un despacho y que sobrevivieron con una pensión escasa. Y que no han encontrado en su corazón empatía hacia quienes les arrancaron a sus maridos por ponerse en el camino del paraíso vasco.
El actor Luis Tosar dijo en una entrevista que, si hubiera nacido en el País Vasco, quizá también él habría sido etarra. Me van a perdonar los creyentes en el determinismo social, pero yo fui niña y adolescente en San Sebastián y jamás tuve la pulsión de quemar un autobús ni reventar a un niño, un político, un obrero o un policía. Ibon Etxezarreta, que es de mi generación y donostiarra como yo, asesinó a cuatro personas entre 2000 y 2001, antes de ser detenido. No luchaba contra el franquismo, porque cuando él empuñó la pistola hacía un cuarto de siglo que el dictador había muerto en la cama. Tampoco combatía el 'terrorismo de Estado', cuyos responsables llevaban años juzgados y condenados. Era un hombre adulto que, como el resto de los españoles, había visto en televisión el cuerpo de Irene Villa destrozado por una bomba, la cruel ejecución de Miguel Ángel Blanco o el rostro demacrado de Ortega Lara tras 532 días de torturas. Ibon decidió estar del lado de los fuertes y tomar el relevo totalitario de Franco para convertir Euskadi en un lugar donde no se podía hablar de política sin temor a ser eliminado, en el único territorio de España donde la democracia se estrenó con cuarenta años de retraso.
En uno de sus encuentros, la viuda le pregunta a Etxezarreta: «¿Pero tú sabes quién era Juanmari?». Y, como no lo sabe, le explica y nos explica que Juanmari, antes de ser gobernador civil de Guipúzcoa, fue sindicalista y militante socialista, estuvo en la cárcel en los setenta por su militancia en ETA y era tan dialogante que hubiera dialogado hasta con su asesino. A mí me sonó a pliego de descargo y, aún peor, me resultó atronadora la frase que Maixabel no pronunció: que ETA se equivocó al pegar dos tiros en la nuca a un inocente euskaldún y progresista. Como si las otras víctimas no fueran tan inocentes ni los demás asesinatos igual de horrendos.
En otra escena, Lasa, después de su primer 'encuentro restaurativo' con los asesinos, le dice a su hija que quiere prescindir de la escolta que le ha facilitado Interior tras descubrir que un comando la tiene entre sus objetivos: «Ya no hace falta». Es decir, siente que ha hecho méritos a los ojos del verdugo; que convertirse en un símbolo de la reconciliación entre los vascos es un escudo infalible; que ni siquiera un monstruo tan irracional como una organización terrorista podría asumir semejante crimen. De nuevo, víctimas 'buenas' y víctimas 'malas'.
'Maixabel' parece una película, pero no lo es. O no solo. 'Maixabel' es una línea más del discurso que desde que ETA dejó las armas escribe una parte importante de la izquierda española y todos los nacionalistas (unos y otros jamás deberían ir juntos, pero esto es España; bueno, el Estado español). El famoso relato.
Claro que los terroristas tienen derecho a la reinserción si cumplen sus condenas, colaboran en la resolución de los 377 asesinatos de la banda que aún están impunes y piden perdón a sus víctimas directas y al resto de la sociedad a la que dañaron de forma irreversible. Claro que las víctimas tienen derecho a curar sus heridas y deben ser respetadas, por extravagantes que nos parezcan los medios que empleen para encontrar la paz. El peligro es tratar de convertir lo que es un ejercicio de terapia individual –hablar con quien causó el dolor– en una fórmula colectiva de reconciliación.
Hoy la película de Bollaín, la serie de Sistiaga y ciertos medios de comunicación nos presentan a Maixabel como una heroína, como un ejemplo a seguir. De ahí a considerar un molesto obstáculo a quienes no olvidan ni perdonan –entre las familias de los 850 asesinados y los miles de secuestrados, heridos, extorsionados y exiliados– solo hay un paso. Hay una delgada línea entre congratularse por que ETA y Bildu admitan sus trágicos errores y darles las gracias por descubrir algo que quienes no tenemos sangre en las manos (ni en los votos) sabemos desde siempre: que la violencia es inadmisible y ensucia cualquier causa defendible por vías democráticas.
¿Creen que exagero? Mientras escribo estas líneas, el exetarra Arnaldo Otegi ha afirmado públicamente que siente el dolor de las víctimas (y en privado, que hará todo lo necesario, todo, para que el Gobierno suelte a los 200 etarras encarcelados). ¿Saben lo que ha dicho Maixabel Lasa? Que el mundo abertzale ya ha cumplido; ahora el PSOE «debe ser valiente y reconocer sus errores». Nada más que añadir.
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