El primer llanto
Opinión | Puerta Real ·
Es un llanto recio y limpio, inocente y purísimo, pleno de fuerza y desconcierto. Y todos sonríen conmovidos, siquiera levemente, sintiéndose cómplices del misterio de ese aire fresco que palpitaAbril y anochece en las esquinas de la tarde, mientras en la blancura del área quirúrgica del hospital se va cerniendo un silencio denso, helado, ... de soledad adormecida en un tiempo eternizado. Hay seis personas en la sala, todas expectantes, alguna con la angustia bordeando los ojos que buscan fijamente una mota de polvo invisible en el suelo. Todo el mundo aguarda una noticia, el anhelo de saber que todo está en orden y seguimos adelante, que el destino nos va a dar una oportunidad más de continuar contemplando esas nubes que se mueven tan lentamente en la primavera de Granada, de ver los tilos que enhebran la plaza Bib-rambla con Elena Martín-Vivaldi perpetuamente de fondo. El reloj sigue su curso y los minutos se alargan como una infinitud anclada en las agujas. Nadie habla porque hay ocasiones en que las palabras no salen, son inútiles para expresarse.
Todos somos, resulta evidente, seres frágiles con los que las circunstancias juegan una partida de cartas marcadas en las que es difícil el triunfo. Pero no nos rendimos, somos inasequibles al desaliento, y, aunque el dolor aceche, nos guardamos en el alma cada golpe, cada bofetada imprevista porque sacrificarse también está en nuestra naturaleza. Es el único secreto para sobrellevar la espera: la chica que balancea nerviosamente una pierna y observa fijamente a la recepcionista como haciéndole una pregunta muda; aquel anciano desmadejado, acompañado por una muchacha que parece su hija y que le acaricia tiernamente la frente, ya arrugada por el sol y los caminos, cubierta de desvelos tiene los ojos cerrados; o las dos señoras mayores que tienen la vista fija en el teléfono móvil, como si éste fuera el dueño de todas las respuestas del universo. Todos están serios, absortos en su mundo pero, a la vez, con los nervios a flor de piel, agudizados los sentidos y el corazón en la garganta. Cada vez que se abre la puerta y aparece un enfermero, doce pares de ojos lo acribillan atentos por si pronuncia un nombre, alguna información sobre lo que nos tiene atados a la silla. Sin embargo nada sucede, salvo la prisa, cruzar raudos entre las gentes con un buenas tardes levemente apresurado, sabiendo que pararse más no cumple una función para estas personas y hay otras que los requieren. Entonces, vuelven cada cual a lo suyo, que es mirar hacia dentro, hacia lo que nadie ve aunque todos comparten, una suerte de juego de equilibrismo entre el miedo y la fe, entre el desasosiego y la certidumbre.
Es precisamente en ese instante cuando se produce el milagro: un llanto de niño se escucha en la sala de enfrente. Es un llanto recio y limpio, inocente y purísimo, pleno de fuerza y desconcierto. Y todos sonríen conmovidos, siquiera levemente, sintiéndose cómplices del misterio de ese aire fresco que palpita. Seguramente nunca sabrán su nombre, ni el color de su risa; es igual: son conscientes de que una vida se despierta con ese relámpago, que se enciende una luz al mundo, un futuro que es un grito de libertad, de lucha por un porvenir que tiene que irse construyendo con una paciencia y un amor absolutos. Se escucha un suspiro hondo, simultáneo, que es como una nana corta pero intensamente sentida, un consuelo necesario. Es entonces, solamente entonces, cuando han comprendido que aún queda esperanza.
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