Está claro que nuestra convivencia pacífica comienza a estar en peligro. La ultraderecha está arrastrando a la derecha y al centro-derecha hacia su terreno ... y no parece que tal inercia pueda frenarse. Así como las lenguas de lava que fluyen lenta e inexorablemente desde las bocas del volcán de La Palma –dejando a su paso una devastación aterradora–, la mala baba que fluye de la Cortes y de los parlamentos autonómicos puede dejar un reguero de tierra quemada difícil de recuperar. Porque, no lo duden, las palabras y las expresiones que estos días escuchamos en los templos de la democracia española calan, y de qué manera, en el resto de la sociedad.
Ya viene de lejos esta deriva, que ha sacado a la luz nuestros peores instintos hasta el punto de que más de 3,5 millones de españoles y españolas votaron en las últimas elecciones generales a la opción más antidemocrática, lo que le regaló un altavoz de 52 escaños en el Congreso de los Diputados. Y, más o menos, se ha producido el mismo fenómeno en los parlamentos autonómicos y en la mayoría de las corporaciones locales de las grandes urbes del país. Gentes que no hace tanto eran motivo de mofa en los programas televisivos de humor político por sus ideas trasnochadas, de los que nos reíamos porque pensábamos que eran los últimos dinosaurios de otra época, ocupan hoy un escaño; y sus soflamas xenófobas, racistas, machistas y homófobas quedan recogidas en los diarios de sesiones de las cámaras en las que medran.
Ya saben que en esta columna no caben determinados nombres propios. Pero ha habido incidentes muy reseñables protagonizados por algunos de ellos. Como esa diputada que acercó su cara a pocos centímetros de una periodista, con una actitud acosadora y perdonavidas que no se puede pasar por alto, sobre todo dada su pertinaz reincidencia en esa pose cuartelera y mafiosa de la que a menudo hace gala. Como tampoco se puede tolerar que otro diputado del mismo color llame «bruja» a una diputada progresista cuando esta defendía una modificación del Código Penal para evitar el acoso, en la puerta de las clínicas, a las mujeres que deciden abortar. Fíjense en el detalle de que este señor, además de un probado aspirante a 'Torquemada', es un juez en excedencia que, hasta en su aspecto, pareciera haber caído en nuestro tiempo directamente desde el siglo XIX.
Ambos han puesto a prueba más de una vez el reglamento del Congreso de los Diputados. Incluso este último, con una actitud entre pueril, arrogante, desafiante y grotesca, consiguió detener el normal desarrollo de la sesión parlamentaria, negándose a abandonar el hemiciclo. Es más, bajó y se sentó en los primeros escaños entre el aplauso de sus colegas de 'botellón'. Un episodio vergonzoso más que corrobora el sentir de este texto que ahora leen. Y también del que leyó al día siguiente la Presidenta del Congreso, Meritxel Batet, que se mostró muy preocupada, y rogó «encarecidamente» a sus señorías que se comporten con «más respeto y más educación» y abandonen «los insultos y las ofensas», lamentado que en «demasiadas ocasiones» la libertad de expresión en esta cámara «ha acabado siendo utilizada de manera inadecuada proyectando insultos y ofensas a personas e instituciones», una deriva que «no nos la podemos permitir como representantes de toda la sociedad española», sentenció Batet.
Y no, no nos la podemos permitir. Tarde o temprano nos saldrá muy cara. Así que rogaría a la derecha española, sumergida en un infame juego de trileros, con las notables excepciones de Núñez Feijoo en Galicia o Juan Jesús Vivas en Ceuta –que no han dudado un instante en poner coto al desvarío fascista–, que haga honor a su falta de originalidad y copie algo bueno: a su partido hermano en Alemania, dirigido hasta ahora por Ángela Merkel. Que olvide en tiempo récord los consejos escuchados en esa suerte de Convención Nacional en la que se encuentra sumergido –hundido, diría–, a la que ha acudido en loor de multitudes un condenado por corrupción, Nicolás Sarkozy, un Premio Nobel que escribe infinitamente mejor que habla –se atrevió a decir algo así como que «lo importante no es que haya libertad, sino votar bien»– y un expresidente que no da una a derechas ni cuando habla ni cuando escribe. ¡Y aún falta por escuchar a Díaz Ayuso!
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