Ni permiso ni perdón
Lunes, 8 de diciembre 2025, 22:07
La reciente afirmación del presidente del gobierno en sede parlamentaria de que «la izquierda no pide permiso ni perdón para gobernar» no es un simple ... recurso retórico o un eslogan oportunista. Constituye un síntoma del modelo político actual, marcado por una creciente polarización y por la transformación del debate público en una disputa identitaria. Esta frase desplaza la discusión desde la gestión pragmática de los recursos hacia la legitimidad moral, lo que plantea interrogantes sobre la calidad democrática y el papel de las instituciones puestas al servicio de la permanencia en el poder.
Sinceramente, da miedo. Un miedo oscuro y antiguo que recuerda situaciones que nunca debieron suceder casi un siglo atrás. En una democracia, el permiso para gobernar se obtiene en las urnas y el perdón se invoca cuando se cometen errores o se incumplen promesas (en política deben ser como el contrato social con los votantes). Negar ambos conceptos puede interpretarse como una renuncia a la rendición de cuentas, lo que erosiona la confianza institucional y alimenta la percepción de impunidad. Desde la filosofía política y la psicología social, esta argumentación revela una dinámica que refuerza la radicalización y reduce los espacios de consenso, esenciales para la estabilidad del sistema.
Pero seamos cautos y analicemos la frase desde una perspectiva histórica. La idea de «no pedir permiso» conecta con las corrientes regeneracionistas del primer tercio del siglo XX, cuando la izquierda buscaba modernizar y ampliar derechos frente a estructuras consideradas conservadoras. En ese marco, el ejercicio del poder se concibió no solo como resultado aritmético de las urnas, sino como mandato histórico. Esta visión reforzaba la idea de que el proyecto político era moralmente superior, reduciendo la necesidad de diálogo con quienes se percibían como defensores del statu quo. La Segunda República se presentó como una ruptura con el pasado, legitimada por una narrativa de progreso (la ilustrada, la trabajadora, la laica) frente a la «España atrasada y aislada» (la decimonónica oligárquica y clerical). Ese imaginario sigue influyendo en los discursos actuales.
Desde la psicología social, ese planteamiento genera un espacio de legitimidad expropiada en el que la justificación para gobernar se basa en la bondad intrínseca del proyecto progresista (igualdad, justicia social, representatividad) más que en el diálogo con la oposición. Si se considera que se está en el «lado correcto de la historia», la negociación con el «lado opuesto» se percibe como innecesaria. Así, la confrontación deja de ser meramente política para convertirse en una cuestión de identidad, donde el adversario no es visto como legítimo, sino como un obstáculo fáctico, como una traición al progreso.
Este fenómeno no es exclusivo de España; se observa en democracias donde la polarización se intensifica y los liderazgos se apoyan en relatos identitarios, como ocurre en Estados Unidos, Hungría o en algunos países latinoamericanos. Aquí, esta narrativa actúa como elemento de movilización, reforzando la cohesión del electorado propio. El mensaje transmite que la acción autocrática es necesaria y heroica, aun dependiendo de pactos ajustados para aspirar a la gobernabilidad. Este tipo de discurso, lejos de ser anecdótico, contribuye a consolidar bloques cerrados, cierra espacios de negociación y dificulta la búsqueda de acuerdos transversales... La política se convierte en un sistema de reafirmación moral.
Más complejo aún es el «no pedir perdón». Sociológicamente, esta negativa se vincula a la memoria histórica y al trauma de la guerra civil y la dictadura. Desde esta perspectiva, el poder se interpreta como una forma de reparación, lo que activa mecanismos de licencia moral; cualquier decisión controvertida (como ataques al poder judicial o alianzas impensables) se justifica como un mal menor frente a la amenaza de involución. Así, se normaliza la idea de que los errores no requieren disculpa porque responden a un bien superior. Este razonamiento, aunque comprensible desde la lógica partidista, erosiona la cultura democrática basada en la responsabilidad y la autocrítica.
El problema surge cuando esta lógica traslada el debate desde la gestión legislativa hacia la legitimidad existencial de asumir el derecho a gobernar. Si se presume que no hay que pedir permiso ni perdón, se envía el mensaje de que la crítica carece de relevancia y que la oposición no es un interlocutor válido. Este enfoque aproxima la política a la concepción que Carl Schmitt definió como filosofía del conflicto, en la que la distinción maniquea entre «amigo» y «enemigo» sustituye al diálogo democrático. La consecuencia es una erosión del consenso que sustentó la transición y que garantizó la estabilidad institucional durante décadas. Cuando la política se define por la negación del otro, se debilitan los mecanismos de control y equilibrio que sostienen el sistema.
Este tipo de retórica no es exclusivo de un signo político; se observa en democracias donde la polarización se intensifica y los liderazgos se apoyan en relatos identitarios. Sin embargo, su uso en sede parlamentaria adquiere especial gravedad porque institucionaliza una lógica de exclusión. La experiencia comparada muestra que, cuando se normaliza la idea de gobernar sin consenso, se incrementa la conflictividad social y se reduce la confianza en las instituciones, abriendo la puerta a dinámicas populistas de defensa de una superioridad moral que pueden derivar en limitaciones al estado de derecho.
España necesita liderazgos que integren y generen confianza, no que profundicen la división. La frase del presidente puede ser eficaz como recurso persuasivo, pero amplía la brecha social y tensiona los equilibrios democráticos. En una democracia madura, la fortaleza del gobierno no reside en la convicción propia, sino en la capacidad de construir consensos y asumir responsabilidades. Y para ello, cuando sea necesario, hay que pedir tanto permiso como perdón. La política no puede reducirse a una lógica de bloques irreconciliables; debe recuperar su dimensión deliberativa, donde el adversario es un competidor legítimo y no un enemigo existencial. Solo se preserva la esencia del sistema democrático mediante la coexistencia de diferencias ideológicas bajo reglas compartidas.
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